viernes, 18 de enero de 2019

MATRIMONIO IGUALITARIO, CONQUISTANDO UN SÍMBOLO




Fernando García Díaz

 “Todo derecho en el mundo debió ser adquirido por la lucha”
R. von Ihering


Como institución civil, el matrimonio que hoy conocemos, cumple en lo esencial dos funciones sociales. Por un lado, regula derechos y obligaciones jurídicas entre los contrayentes y con algunos terceros y por otro, simboliza la legitimación social de una vida en común, y de la formación de una familia. Desde luego, en cuanto "matrimonio", carece de relevancia para efectos de la reproducción humana. Basta pensar que en sus líneas generales tiene apenas unos cientos de años, y por un lado hoy hay cientos de millones de niños nacidos fuera de ese matrimonio, y miles de matrimonios sin hijos. 

Desde un punto de vista estrictamente jurídico, las relaciones entre los contrayentes se han ido haciendo más complejas en las últimas décadas. A las tradicionales regulaciones en materia de  deberes u obligaciones conyugales, parentesco, derechos sucesorios y régimen económico se le han agregado otras, como algunas referidas a la salud y a la toma de decisiones en esa área. Pero, por otro lado, esta función regulatoria hoy no parece ser tan relevante para la institución del matrimonio, toda vez que, por otras vías, -normas sobre convivencia, testamento, contratos, acuerdos de diversa naturaleza- se puede alcanzar objetivos similares.

Desde un punto de vista simbólico, el matrimonio ha perdido casi completamente su función “legitimadora”. Y en gran parte se debe a los profundos cambios que ha habido en la conducta y en la moral sexual de las personas, incluyendo a las que se reconocen como católicas. Mientras la vida sexual activa se entendía legítima -especialmente para la mujer- sólo dentro del matrimonio, resultaba esencial que ésta pudiera exhibir el título que la autorizaba para ello. Hoy, que ya no es así, nadie – o en verdad muy poca gente- se preocupa si una pareja que vive en común está legítimamente casada o no. Y desaparecida la indignante discriminación hacia los hijos nacidos fuera del matrimonio, éste tampoco tiene una gran relevancia para con ellos, como lo prueba el que el 75% de los niños inscritos en Chile durante el año 2018, nacieron fuera del matrimonio([1]).

Es decir, desde un punto de vista exclusivamente jurídico, pero también simbólico, desde aproximadamente el siglo III, cuando esta institución empieza a generalizarse como institución aplicable a todos los miembros de la sociedad, al menos en la cultura de raigambre judeo cristiano, probablemente nunca el matrimonio había tenido menos valor. La prueba más palpable de ello es la disminución significativa de matrimonios, la abundante presencia de parejas que, sin estar casados, “conviven” y el reconocimiento social a múltiples formas de ser familia.

Y si es así, ¿por qué la comunidad LGBT mantiene una lucha tan intensa y persistente por obtener la consagración legal del matrimonio igualitario?  

Desde luego, no parece ser por los aspectos propiamente jurídicos que hemos mencionado, pues buena parte de ellos están consagrados en la regulación del “acuerdo de unión civil”. La verdadera preocupación es por su valor simbólico, ese que precisamente ha perdido en las parejas que lo tienen a su alcance, las de heterosexuales.

Y esto tiene relación con la situación de discriminación y rechazo que, especialmente los homosexuales, por ser los más visibles, han experimentados desde hace siglos.

Y en verdad no puede extrañar que la reacción contra la homofobia, con las características criminales que ha mantenido esta última durante siglos, se manifieste con fuerza inusitada, y a veces en lenguaje y demandas aparentemente incomprensible. En esta línea, por ejemplo, se presenta la fiesta del “orgullo gay”, (o fiesta del orgullo LGBT hoy día) que, todos los años, constituye una verdadera provocación visual y auditiva a quienes los discriminan. En estricto rigor, si por orgullo entendemos un sentimiento de satisfacción por los logros, capacidades o méritos propios, no parece razonable sentirse orgulloso de ser LGBT, como tampoco de ser heterosexual, pues en verdad no hay mérito alguno en ser o pertenecer a lo uno o lo otro. Distinto es, como efectivamente ocurre, que lo que simbólicamente se releva, y a menudo provocativamente en estas fiestas, es el hecho que nadie debe avergonzarse por razones de su sexualidad, que toda persona posee una dignidad intrínseca, cualquiera sea su condición, orientación o identidad sexual.

En esa perspectiva, el matrimonio igualitario es un objetivo, de respeto, de triunfo de esa dignidad pisoteada por siglos, de conquista de la igualdad. No importa si va a ser utilizado o no, si pocas o muchas parejas LGBT van a contraer ese vínculo, lo relevantes es que esté, al igual que para los heterosexuales, al alcance de todos, que efectivamente sea “igualitario”.

Permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo, en cuánto unión civil, jurídicamente reconocida y respaldada por el estado, constituye parte del proceso de ampliación y desarrollo de las ideas laicas de igualdad y libertad que simbólicamente estallaran con la Revolución Francesa. Y es que hacerlo constituye precisamente un acto de valoración de la libertad no solo de elegir a quien amar, con quien compartir nuestra vida sexual, sino también con quien comprometernos públicamente a formar una familia, así como de valoración de la igualdad con que hombres y mujeres debemos enfrentar nuestra vida afectiva.

Lo importante es que esta sociedad, que durante siglos legalmente los discriminó, los persiguió, y aún los criminalizó y asesinó, hoy les reconozca la misma dignidad y condición que a los heterosexuales, desde una de las instituciones más tradicionales, que por siglos les estuvo prohibida.

Como lo hemos dicho en otras oportunidades, el matrimonio entre dos personas del mismo sexo es hoy una realidad legal en muchos países del mundo, incluyendo varios de esa que Martí llamara “Nuestra América”, y en un tiempo más, también será una realidad en el nuestro. Cuánto “más” será ese tiempo, depende en gran medida de que la mayoría de los chilenos lo asumamos como parte de nuestras convicciones éticas y jurídicas, y logremos hacer que los parlamentarios, teóricamente nuestros representantes, lo consideren también así. Y para que ello ocurra, la lucha ideológica que significa argumentar y defender la legitimidad de esta institución, es fundamental. A esa lucha, que es simplemente por la igualdad, por la libertad, por el respeto a la dignidad de todos los seres humanos, y por tanto no sólo de los LBGT, sino de todos, queremos contribuir con un pequeño grano de arena.






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