El próximo fin de semana, los días viernes 28, sábado 29 y domingo 30 de
mayo, se celebrará el “Día del Patrimonio Cultural”, en todo el país. Durante
esos días, y probablemente uno antes y uno después, el patrimonio cultural
tendrá su minuto de fama. Después de eso y por los próximos 360 días, desaparecerá
del escenario, salvo que algún robo a un museo o a un coleccionista importante vuelva
a ponerlo de moda por un par de días más. Es la visión tradicional de la
cultura. Pero la verdad es que el tema no sólo es trascendente, sino que en
estos tiempos bien vale la pena mirarlo desde otra perspectiva.
Recordemos que el Chile que despertó el 18 de octubre puso de relieve una
serie de temas de alta significación para la marcha del país. En la mayoría de
los casos lo hizo de manera directa, mediante rayados, pancartas, y
manifestaciones explícitas de las personas o grupos que participan en las
actividades de protesta. Así, la salud, la educación, los salarios, el patriarcado,
una nueva constitución, la propiedad del agua y muchos otros temas más, se pusieron
de manifiesto expresamente en las múltiples expresiones con que la ciudadanía
dio a conocer sus demandas. Hubo otros, sin embargo, cuya relevancia surgió indirectamente,
esta vez como resultado de hechos ocurridos durante el estallido social, que
obligan a asumirlos. No aparecen explícitamente mencionados, pero claramente
nos exigen reflexionar sobre ellos. Uno de estos últimos es el que dice
relación con el patrimonio cultural material. Y es que el estallido social se tradujo,
entre otras cosas, en canciones, música, pinturas, grafitis, performance y
muchas otras manifestaciones artísticas y culturales, pero también en el daño o
destrucción de decenas de objetos previamente definidos como “patrimonio
cultural”. Estatuas derrumbadas, destruidas o semi destruidas, pintadas y aún
iglesias y museos incendiados, son los casos que más llamaron la atención. Y
entre estos últimos, la estatua de Baquedano, ubicada en el centro del
principal espacio de manifestación pública, resultó emblemática.
Frente a estos hechos, la primera reacción fue y para algunos sigue
siendo la única, la condena. Especialmente desde los medios de comunicación de
la derecha, en sucesivos artículos se denunció y condenó esta situación. Con
frecuencia esas denuncias buscaron también que disminuyera el apoyo ciudadano a
las manifestaciones, pero sea ese el objetivo principal o secundario, lo cierto
es que ha existido en muchas personas una preocupación auténtica por esta
situación. Algunos lo han expresado como preocupación por “nuestro patrimonio
cultural común”.
Entendido así, el patrimonio cultural se presenta como selectivo, en cuanto las diferentes piezas son
resultados de una elección que separa a aquellas a las que atribuye valor
cultural de aquellas a las que no atribuye dicho valor, dinámico, por cuanto su
concepción y el contenido de éstas se encuentra permanentemente cambiando, y
acumulativo, en el sentido de aumento, crecimiento, por cuanto la existencia de
un determinado bien como patrimonial no requiere la eliminación de otro.
Pero si sólo
vemos esas características quedamos con una falsa concepción de la realidad. Se
trata de una concepción del “patrimonio cultural” que, con ciertas dificultades
secundarias, nos presenta una realidad que ha sido aceptado mayoritariamente, y
cuya principal característica podría ser su permanente expansión. Es decir, un
concepto “funcional” del patrimonio cultural, con variantes atribuibles a pequeñas
modificaciones sociales propias de la evolución histórica. Pero la verdad es
que no es así. El patrimonio cultural es una realidad en permanente conflicto,
es un espacio en que las luchas políticas y sociales se dan con enorme fuerza,
un lugar en que unas concepciones buscan imponer hegemonías, mientras otras se
esfuerzan por establecer lo contrario. Es, si se quiere, un espacio privilegiado
de la lucha ideológica, en donde los intereses de clases se enfrentan día a
día. Hoy, como se puede apreciar con una simple
mirada a los diversos textos de historia, en verdad nada hay más engañoso que
esa idea de patrimonio cultural común. Las manifestaciones de la cultura, y
especialmente las que se ubican en el espacio público, monumentos, placas recordatorias,
estatuas, monolitos o simples nombres, que de una u otra manera se presentan
como elementos dignos de conservarse, por supuestamente poseer un valor
excepcional para las artes la ciencia o la historia, lejos de representar
valores comunes, compartidos por todos o simplemente ser reflejos de la memoria
natural de una sociedad determinada, son imposiciones de una visión de la
historia y del sentido de sociedad, sobre otra u otras, que se quieren ocultar
u olvidar.
Desde la creación de la República hemos ido generando una historia
oficial, una historia que no sólo no reconoce al pueblo como protagonista, sino
que simplemente lo ha querido olvidar, dejarlo fuera. Esa historia, que olvida
sus luchas, sus masacres, sus triunfos y derrotas, además de estar escrita en
los libros con que enseñan a nuestros niños, está también escrita en piedra, en
metal, en cemento, en las calles y esquinas de nuestro país, y en una gran
cantidad de aquellos objetos que hoy son presentados como parte de nuestro
“patrimonio cultural”. Un ejemplo icónico de esta realidad la constituyen las
calles o lugares dedicados a Pedro Montt o Roberto Silva Renard, Presidente de la República y militar responsable de la masacre de
Santa María de Iquique, respectivamente. Pero por cierto no son los únicos,
nuestra oligarquía tiene una calle “Los Conquistadores”, y ninguna “Los
Libertadores”, una rotonda y un monumento dedicado a Edmundo Pérez
Zujovic, responsable de la masacre de once pobladores desarmados, incluyendo un
bebé de meses, en Puerto Montt, en 1967.
Pero esa
historia oficial hoy claramente está en crisis. Y lo que ha pasado con la
estatua de Baquedano es un fiel reflejo de ello. Lo está, tanto desde la teoría misma de la
historia, que ha cambiado radicalmente desde los tiempos en que se instaló esa
estatua, pero sobre todo, desde la visión político social que a menudo se
refiere a ella, y que hoy también ha cambiado. Preguntas como ¿Qué es el
patrimonio cultural? ¿Qué bienes lo integran? ¿Quién los selecciona? ¿Con qué
criterios?, son algunas de las interrogantes que hoy se formulan sobre esta
materia, y que presentan una multiplicidad de respuestas.
Durante
siglos, reyes, emperadores, iglesia, es decir los grupos dominantes, fueron los
que determinaron qué, cuándo y cómo se podía valorar como culturales
determinados bienes. Hoy ¿Se continua con el mismo criterio y definen los
grupos dominantes? Si la respuesta es positiva, no hay más preguntas. Pero si
la respuesta es negativa y creemos que debe ser el pueblo quien defina al menos
lo que debe estar en nuestros espacios públicos, en estos días, en que relevamos
el tema del patrimonio cultural y aún resuenan los aires de victoria sobre un
modelo económico y político moribundo, es también tiempo de preguntarnos ¿De qué
manera rendiremos homenaje a esos estudiantes que en octubre del 2019 saltando
el torniquete fueron los que encendieron “la chispa” que más tarde incendió la
pradera? Ellos, como había ocurrido ya en otras oportunidades, mostraron un
camino que más tarde abrió el pueblo en masivas protestas en las calles. Las
puertas de las grandes alamedas, que se habían quedado trabadas luego del
triunfo sobre la dictadura, las había vuelto a empezar abrir el movimiento
estudiantil el 2011, exigiendo educación gratuita –algo absolutamente contrario
al modelo que se imponía- pero el golpe definitivo que terminó por abrirlas de
par en par, para que pasara el hombre libre, empezó con aquellos estudiantes
secundarios que saltaron los torniquetes y mostraron un camino de rebeldía que
nadie se había atrevido a transitar hasta ese momento.
Y por eso,
si bien no es ni imperioso, ni urgente, sólo importante, se hace necesario ir
pensando en la manera en que el pueblo deberá simbolizar, en uno o muchos espacios
públicos y con una o muchas obras, que poseyendo
un valor excepcional para la historia, para las generaciones venideras,
el acto potente y simbólico de saltar los torniquetes, y de este modo, rendir
un homenaje sincero, potente, y agradecido, a aquellos héroes anónimos que
iniciaron una revuelta que no sólo “prendió”, sino que fue capaz de incendiar
el modelo y poner fin a décadas de opresión e ignominia.
Santiago
25 de mayo de 2021
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