martes, 26 de noviembre de 2019

DERECHOS HUMANOS, EL HORROR, “VEINTINUEVE AÑOS DESPUÉS”


En 1970, el economista y escritor brasileño Pedro Vianna y luego de ser detenido por la policía, logra escapar de la dictadura militar, que desde 1964 había instalado un régimen de terror en ese país. Asilado en la embajada de Chile, llega a nuestro país a fines de ese año y al poco tiempo colabora en la puesta en escena de su obra de teatro “Veinticinco años después”, que trata de cuestiones éticas relacionadas con el compromiso político, la tortura y la dignidad humana. El nombre de la obra, hace referencia al hecho que, “veinticinco años después” de terminado el régimen nazi con el fin de la Segunda Guerra Mundial, se continuaban cometiendo horrores similares, ésta vez por la dictadura cívico militar que gobernaba su país. Con su obra, Pedro no sólo denunciaba lo que ocurría en ese momento en Brasil, sino que nos adelantaba los horrores de la dictadura posterior que sufrimos en Chile y de la que él también fue una víctima. (Fue detenido el mismo 11 de septiembre de 1973, y en el Estadio Nacional, en donde estuvimos, y fuimos interrogados, nos comentó de la presencia de torturadores de su país “asesorando” a los torturadores del nuestro).

Para quienes vimos la obra, y compartimos con él, y con otros torturados en Brasil, nos resultaba, en ese entonces, absolutamente incomprensible el grado de bestialidad que podían alcanzar algunos seres humanos. Más aún, el título de la obra nos llevaba a preguntarnos si el tiempo no habías pasado en vano. El tiempo transcurrido y el conocimiento del horror no habían sido suficientes para impedir que éste volviera a repetirse.

Veintinueve años después que terminara el horror de la dictadura chilena, nos encontramos con que este vuelve a estar presente, esta vez en “democracia”.

El Instituto de Derecho Humanos primero, Amnistía Internacional (AI), luego, y recientemente Human Rights Watch (HRW) han ratificado lo que todo el planeta ha podido apreciar desde hace más de 5 semanas. En nuestro país, agentes del Estado, golpean, mutilan, torturan, violan a hombres, mujeres y niños. Los informes son lapidarios, y más allá de detalles diferentes no dejan ninguna duda sobre el tema.

 Y mientras tanto, y durante semanas, un gobierno ineficiente guardaba silencio, negaba lo evidente, o simplemente se limitaba a repetir palabras de buena crianza, con la obvia intención de aparentar preocupación, cuando en verdad nada hacía. Y más aún, hasta pedía ampliar las facultades para los mismos responsables de dichas violaciones.

La responsabilidad política de este gobierno es obvia. Pero no sólo eso, la responsabilidad penal merece claramente investigarse. El artículo 150 A, del Código Penal, tratando la tortura, da cuenta del principio general en estas materias. Allí se dice “El empleado público que, abusando de su cargo o sus funciones, aplicare, ordenare o consintiere en que se aplique tortura, será penado con presidio mayor en su grado mínimo. Igual sanción se impondrá al empleado público que, conociendo de la ocurrencia de estas conductas, no impidiere o no hiciere cesar la aplicación de tortura, teniendo la facultad o autoridad necesaria para ello o estando en posición para hacerlo”. Es decir, la responsabilidad penal en el delito de tortura es por acción, “aplicar, ordenar o consentir”, pero también por omisión, pues alcanza al que pudiendo impedirla, porque conoce y teniendo autoridad necesaria no lo hace.

Sólo un ejemplo, recién después de más de 4 semanas de uso, y más de 200 personas lesionadas en su vista, una de ellas totalmente ciega, se ha limitado el uso de balines de plomo, forrados en goma. ¿La autoridad política no lo podía haber hecho antes? ¿No sabía acaso lo que estaba pasando bajo sus narices? ¿O es que Carabineros se manda sólo? Sin duda estamos ante un gobierno criminal, cuyo Presidente merece no sólo una acusación constitucional, sino ser llevado a juicio por una conducta criminal.

En todo caso, la historia al menos, ya lo condenó.

jueves, 21 de noviembre de 2019

ACUSACIÓN CONTRA PIÑERA: IMPERATIVO ÉTICO, POLÍTICO E HISTÓRICO





El martes 19 de noviembre, un grupo de 11 diputados, de 9 agrupaciones políticas diferentes, ingresaba en la Secretaría de la Cámara de Diputados una acusación constitucional contra el Presidente de la República. Lo hacía, de conformidad con lo dispuesto en la Constitución de Pinochet, en cuyo artículo 52 se establece que se puede acusar al Presidente “…por actos de su administración que hayan comprometido gravemente el honor o la seguridad de la Nación, o infringido abiertamente la Constitución o las leyes”.

Su interposición no ha estado exenta de polémica y desde que se anunció, unas tres semanas antes, los defensores de Piñera, y otros que también lo han sido pero que lo niegan, se han esforzado en exponer por qué no procede dicha acusación. El principal argumento, especialmente de quienes al menos verbalmente están en la oposición, es que “no están los votos para destituir al Presidente”, o “está destinada al fracaso”.

Más allá de que estas últimas afirmaciones puedan ser ciertas, las verdaderas preguntas parecen ser otras ¿cometió o no las infracciones de que se le acusan? ¿Qué sentido debe tener una acusación de esta naturaleza?

Para aproximarnos a la respuesta a esta última pregunta parece ser útil recordar un par de datos históricos.

Durante los 17 años de la Dictadura cívico militar encabezada por Pinochet, y de la cual fueron “cómplices civiles”, en la feliz expresión de Piñera, muchos de los políticos que hoy lo acompañan, el Comité Pro Paz primero, y la Vicaría de la Solidaridad después, presentaron decenas de miles de recursos de amparo, aun sabiendo que “estaban destinados al fracaso”, pues “no estaban los votos”, esa vez en los Tribunales de Injusticia que la dictadura tenía, para ser acogidos. ¿Valió la pena presentarlos?, aun sabiendo de su fracaso. La verdad es que nadie, o casi nadie –salvo Hermógenes Perez de Arce, Gonzalo Rojas o algún otro personaje fuera de la historia y totalmente irrelevante hoy- sería capaz de decir que no se debieron presentar. Por el contrario, el juicio de la historia valora públicamente la valentía y la consecuencia ética de quienes lo hicieron y el aporte que al conocimiento y denuncia de las violaciones a los derechos humanos significaron y significan.

La actual acusación contra Piñera presenta un extraordinario paralelo con los recursos de amparo deducidos en dictadura. También se fundamenta en las brutales, reiteradas y sistemáticas violaciones a los derechos humanos. Y es que, como lo ha señalado Amnistía Internacional “La escandalosa respuesta de las fuerzas de seguridad a las protestas sociales que comenzaron el 18 de octubre, han dejado ya un saldo de   5 personas muertas a manos de agentes del estado, más de 2300 lesionadas, 220 con trauma ocular severo. Sumado a esto, la Fiscalía ha registrado más de 1.100 denuncias por tortura y tratos crueles, inhumanos o degradantes además de, al menos, 70 delitos de carácter sexual cometidos por agentes de seguridad”. Y en cuanto a responsabilidad del presidente señala “La intención de las fuerzas de seguridad es clara: dañar a quienes se manifiestan para desincentivar la protesta, incluso llegando al extremo de usar la tortura y violencia sexual en contra de manifestantes. En vez de tomar medidas encaminadas a frenar la gravísima crisis de derechos humanos, las autoridades bajo el mando del presidente Sebastián Piñera han sostenido su política de castigo durante más de un mes, generando que más personas se sumen al abrumador número de víctimas que sigue aumentando cada día.”

Así, acusación y amparos tienen un sustrato ético común, corresponden a verdaderas obligaciones morales en el ámbito de la defensa de los derechos humanos. Hoy como ayer, dicha defensa debe comprender todos los mecanismos que sea posible implementar, y por supuesto, no puede quedar entregada a las posibilidades de éxito de la acción deducida. La posibilidad de impunidad, por muy alta que sea, no resta al imperativo moral que significa defender los derechos humanos.

Por si no bastara el imperativo ético, la acusación también corresponde a un imperativo jurídico. El artículo 52 de la Constitución Política señala textualmente.- “Son atribuciones exclusivas de la Cámara de Diputados: 1) Fiscalizar los actos del gobierno”. Es decir, la primera función de los diputados es precisamente velar porque el gobierno cumpla con la ley. Y el cumplimiento más básico, es respetar los derechos de los habitantes. Así como la existencia de jueces sumisos a la dictadura no sólo no cambia la naturaleza de los amparos deducidos, sino que enaltece más su presentación, la existencia de parlamentarios incapaces de cumplir con sus funciones fiscalizadoras tampoco altera la naturaleza ética y jurídica de la acusación contra el Presidente.

Y por último, y por cierto no lo menos importante, la acusación también tiene una función histórica. Los chilenos hemos aprendido, especialmente después de la tragedia de la Dictadura, que no debemos olvidar, que es nuestra obligación, con nosotros y con los que vienen, dejar constancia de los crímenes cometidos. Mañana, cuando un texto, un video o un museo recuerden los hechos heroicos que el pueblo de Chile ha protagonizado, también deberá recordar el nombre y las características de quienes desde el más alto poder no trepidaron en autorizar la represión, la tortura y el crimen.


jueves, 31 de octubre de 2019

NUEVA CONSTITUCIÓN, EXIGENCIA CIUDADANA



Durante el año 2016, participé activamente en un Cabildo organizada por mi curso en la Universidad, que formaba parte del proceso de elaboración de lo que debía ser una Nueva Constitución para nuestro país. Como cientos de miles de chilenos, entregamos nuestras propuestas y esperamos que el proceso fuera desarrollándose como estaba previsto. Pero no fue así. Sumergida en un proceso mediático destinada a destruir su imagen, la presidenta no tuvo la capacidad política de seguir adelante con lo que fue una de sus importantes propuestas programáticas. La derecha no sólo boicoteó su gobierno, sino particularmente esta propuesta. Una Nueva Constitución no estaba en el interés de los chilenos, fue el argumento que permanentemente esgrimieron.

El triunfo de Piñera, que una vez más fue en gran medida castigo al gobierno vigente, más que apoyo hacia él, hizo creer a la derecha que efectivamente se venían “tiempos mejores” para ellos y así iniciaron un proceso político que buscó no sólo retroceder en parte importante de los avances que la Nueva Mayoría había traído, especialmente  educación e impuestos, ilusionándose además con elegir también al nuevo presidente el 2022, (lo que daban casi por seguro) sino también con elevar a Piñera a las alturas de líder internacional. (Después de un apoyo irracional a la extrema derecha sudamericana -Macri, Guaidó, Bolsonaro, Moreno, en ese orden-, esto último quedó definitivamente enterrado con la obligada renuncia a llevar adelante las cumbres de la APEC y la COP25).

El tema de la Nueva Constitución no sólo parecía no preocuparlos siquiera, sino que claramente se mostraron contrario a ello. Hasta que apareció octubre, y como se ha dicho ya mil veces, “Chile Despertó”. Y así, “de la noche a la mañana” para muchos, la necesidad de una nueva carta fundamental se toma la agenda política y la ciudadanía empieza a discutir su contenido, sin pedir permiso a los partidos, incluso en ámbitos tradicionalmente ajenos, como el fútbol, como lo refleja la masiva participación en el Cabildo en Colo Colo, realizado con más de 1500 personas este jueves 31 de octubre en el Estadio Monumental.

Hoy una Nueva Constitución aparece como uno de los requerimientos más importantes, lo que ha llevado que también esté en el horizonte político incluso de aquellos partidos cuya alma se dividía, hasta hace algunas semanas, entre el gobierno y la oposición.

La exigencia ciudadana de una Nueva Constitución es sin duda el planteamiento político más relevante de las últimas décadas. Y ello por varias razones.

Desde luego, porque a treinta años del fin de la dictadura parece indigno continuar viviendo bajo el símbolo político de dicha dictadura. Pero por cierto hay mucho más.

En primer lugar, que el requerimiento surja desde la ciudadanía, da cuenta que la gente entiende, mucho mejor que lo que los políticos querían creer, que el texto de esa norma jurídica afecta directamente su diario vivir de manera relevante, que sus demandas de salud, educación, pensiones, vivienda, salarios dignos, y muchas más, se ven entrampadas por una norma que define al Estado como subsidiario, que precisamente entrega a la voracidad empresarial lo que debía asegurar (educación, salud, pensiones, etc.), permite que se sigan regalando las riquezas básicas –agua incluída- a los grandes monopolios nacionales o extranjeros y que por si fuera poco, mantiene un Tribunal “Constitucional”, como verdadera “Tercera Cámara”, encargado de proteger a los ya privilegiados, cuando una mayoría parlamentaria se permite rozar siquiera sus privilegios.

Por otro lado, el requerimiento no es sólo una “Nueva Constitución”, es también que ésta se elabore con la activa participación ciudadana, es decir, que dicha norma, por primera vez en Chile, sea una obra de construcción verdaderamente democrática. Se trata, no sólo del mayor desmentido a la supuesta despolitización de la ciudadanía, sino del acto más “político” que es posible imaginar, que además echa por tierra definitivamente el supuesto rol de “expertos” en reemplazo de la ciudadanía, que se había querido ir imponiendo.

Y por cierto, esta Nueva Constitución, que provoca terror en la derecha, por ello aún no se atreven a apoyarla decididamente, deberá contener una estructura estatal y política que reemplace al estado subsidiario por un estado social de derecho, que efectivamente esté al servicio de las mayorías, que permita que éstas mayorías se expresen directamente, mediante referéndum o plebiscitos, consultas populares, iniciativa popular de ley, que éstas no sólo puedan elegir verdaderamente a sus representados, sino también  pedirles que rindan cuentas por su labor y revocarles el mandato si es necesario. Verdaderamente un cambio radical.
Santiago, octubre 31, 2019

viernes, 6 de septiembre de 2019

DELITOS Y PATRIMONIO CULTURAL



Recientemente se presentó un nuevo proyecto para modificar la antigua Ley de Monumentos Nacionales, que cambia sustancialmente su contenido, y en la práctica, la sustituye. Entre los fundamentos de ese proyecto se denuncia que el título que reúne las normas penales de la ley que se busca modificar “… no ha tenido un impacto significativo en la persecución de quienes afectan estos bienes de interés cultural ya que, al no ser lo suficientemente ejemplificadoras, no generan el efecto preventivo que se requiere…”([1]). Como proposición, en lo referido al uso del recurso penal, se sustituyen las normas mencionadas por un nuevo articulado, esta vez bajo el título “delitos contra el patrimonio cultural”.

Coincidimos plenamente con las críticas a la legislación vigente sobre esta materia, -aunque probablemente por razones diferentes- con la necesidad de crear una figura que sancione el tráfico ilícito de bienes de interés cultural, como lo hace el proyecto, así como con el título que presentan las nuevas normas, “Delitos contra el patrimonio cultural”. Discrepamos de casi todo lo demás.



Digamos de partida que entendemos el derecho penal como el último recurso y el más severo que posee el estado democrático, para la protección de un bien jurídico definido como importante, de atentados especialmente severos. Su condición de “última ratio” exige no sólo un uso limitado del recurso penal, sino además, que tenga los mayores niveles de eficiencia y eficacia que la teoría es capaz de concebir para cada determinado caso. En caso contrario, no sólo no se logra el objetivo de protección, sino que además se va desprestigiando el uso mismo del sistema penal.

Aclarado lo anterior, recordemos que el recurso penal se utiliza en materia de patrimonio cultural en nuestro país desde la promulgación de la Ley de Monumentos Nacionales, en 1970. Allí se sanciona a “…los particulares que destruyan u ocasionen perjuicios en los Monumentos Nacionales…” con las penas de los delitos de daños del C. Penal. Esta disposición es modificada el año 2005, agregándose además la figura de apropiación de monumentos nacionales, en la medida que correspondiere a los clásicos delitos de robo, hurto, receptación. La misma ley amplió el monto de las multas.

En definitiva, como se puede apreciar, no sólo hay una pésima técnica legislativa, sino que en verdad lo que sanciona son delitos contra la propiedad, cuando el objeto material es un “monumento nacional”.

El texto propuesto mejora algunas descripciones de figuras delictivas existentes, y agrega las figuras de “introducir” y “extraer” bienes de interés patrimonial, pero no obstante el título, en definitiva mantiene la consideración de estos como delitos contra la propiedad y no contra el patrimonio cultural. Así por ejemplo la “destrucción, deterioro o inutilización” del bien, se sanciona en función del “…valor de la cosa o el costo de reparación…” y para sancionar los delitos de apropiación ilícita, lo que propone es, adicionalmente a los delitos de robo, hurto, etc., una multa de cien a dos mil unidades tributarias mensuales.

Desde nuestra perspectiva, lo primero que debe quedar claro, es que se trata de delitos contra el patrimonio cultural y no contra la propiedad. Esto es, que el bien jurídico es diferente del protegido con las figuras ya mencionadas. Y la principal diferencia, es que mientras que el último es un bien de naturaleza privada, el primero es “…un bien público que constituye un espacio de reflexión, reconocimiento, construcción y reconstrucción de las identidades y de la identidad nacional”, como lo señala textualmente el artículo 1, N° 6 de la Ley 21.045, que crea el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio.

Y de esta diferencia emanan conclusiones relevantes. La primera de ellas, que sin perjuicio de las indemnizaciones civiles que puedan determinarse y que pueden variar sustancialmente, lo relevante es la naturaleza de bien público del patrimonio cultural, y es ello lo que debe relevarse y no su apreciación económica. Es decir, la valoración jurídica que significa asignar una pena penal a una determinada conducta, debe considerar su valor patrimonial, no su valor comercial.

Desde otra perspectiva, dijimos que la condición especial que posee el derecho penal hacía más importante aún que la norma tuviera los mayores niveles de eficiencia y eficacia que la teoría era capaz de concebir para cada determinado caso. Y ello significa, en nuestra opinión, que debe velarse porque las funciones preventivas y represivas que el derecho penal debe cumplir, se potencien a su máxima expresión.

Las últimas décadas han visto en nuestro país no sólo una inflación penal en un doble sentido, todo parece solucionarse con una ley que sancione o que aumente las penas. Ambas apreciaciones son por supuesto erróneas. Ni el derecho penal es la solución para todos los problemas – y probablemente para ninguno, sino una mera ayuda, en algunos casos- ni el aumento de las penas la mejor manera de operar, (la historia del Derecho Penal está lleno de experiencias en este sentido).


Si queremos que las normas penales tengan algún rol en la prevención de las conductas que sancionan, a lo primero que debemos aspirar es a que dichas normas sean conocidas. Y ello, porque dicho conocimiento proporciona dos elementos relevantes. Por un lado permite percibir con mayor claridad el carácter negativo de la conducta y por otro, porque sólo si es conocida podría, eventualmente, y si se dan otros requisitos, tener un efecto disuasivo. Pues bien, su mayor divulgación y su mayor efecto preventivo no se logran formando parte de una norma desconocida para el común de las personas y que sólo, querámoslo o no, es capaz de llegar a un reducido sector de la élite cultural del país. La mayor difusión se logra cuando las normas penales forman parte de la ley penal por excelencia, el Código Penal, y adicionalmente, se logran mantener al menos algún tipo de estadísticas sobre estas materias. En consecuencia, estas normas penales, lejos de formar parte de una ley referida al patrimonio cultural, deben integrarse a nuestro Código Penal. Y no en cualquier parte, sino junto a aquellos tipos penales que protegen bienes jurídicos de carácter público.

Pero el sistema penal no sólo debe cumplir funciones preventivas, como parece indicarlo el Mensaje. No hay ninguna duda que delitos de esta naturaleza se van a cometer, cualquiera sea la magnitud de la pena que se establezca. Y frente a esa realidad, es también imprescindible que la ley prevea la mejor manera de actuar, para alcanzar los niveles de eficacia y eficiencia que se necesita. No basta sólo una adecuada tipificación, ni que las penas sean efectivamente significativas, es necesario, que nos adelantemos a la comisión del delito, pero que, para una vez producido, tengamos un adecuado sistema de investigación y de prueba.

Sobre esto último, creemos que al menos hay tres medidas que se deben adoptar.
1.   Establecer en la ley la obligatoriedad de que una institución pública reúna, a nivel nacional la información básica referida a delitos contra el patrimonio cultural y dentro de ella, mantenga, al día, una página web con las imágenes de las obras ilícitamente sustraídas.
2.    Que se establezca la presunción de responsabilidad penal para anticuarios, galeristas, comerciantes y coleccionistas de patrimonio cultural, que adquieren, poseen, o ejercen la mera de tenencia de cualquier obra que se encuentre debidamente dada a conocer en la lista indicada en el número anterior.
3.    Dada la alta complejidad que hoy presenta el mercado de bienes patrimoniales, y la magnitud de los delitos que en torno a estos bienes se están cometiendo, se cree una comisión permanente, con una secretaría técnica, que integre al menos fiscales, policías, especialistas en patrimonio cultural, en el mercado del arte, y periodistas, que entre sus funciones principales, tenga la de sugerir recomendaciones que puedan ayudar a prevenir la comisión de este tipo de delitos, mantener al día una lista completa de bienes culturales robados, promover su difusión, y asesorar, en calidad de especialistas, la investigación de delitos concretos que afecten el patrimonio cultural del país.




[1] Mensaje de S.E. el Presidente de la República con el que inicia un proyecto de Ley de Patrimonio Cultural , de 26 de mayo de 2019, Justificación del Proyecto, N°4.

domingo, 21 de julio de 2019

PROYECTO LEY DEL PATRIMONIO CULTURAL


EL ASALTO DE LA DERECHA AL MUNDO DE LA CULTURA



El 29 de mayo, Día del Patrimonio Cultural, el presidente Sebastián Piñera firmaba el varias veces anunciado proyecto de ley que, modificando sustancialmente la Ley de Monumentos Nacionales, promovería el reconocimiento y cuidado del patrimonio cultural de Chile. Sin conocer ese proyecto, en este mismo medio terminábamos un artículo diciendo “¡Habrá que estar alerta!”. Y ello, porque había elementos para pensar que se utilizaría una concepción elitista y trasnochada de lo que es la cultura y patrimonio cultural. Hoy, que el proyecto es público, y lo hemos podido leer en su totalidad, debemos reconocer que nos quedamos cortos en nuestra apreciación. Lo que hay en él es un intento desembozado por apropiarse de un mundo que no les pertenece, no les ha pertenecido, y no se vislumbre que les pueda pertenecer.

El mundo de la cultura, el mundo de las artes, de los intelectuales, de quienes son capaces de crear belleza, arte, conocimiento, reflexión, es un mundo progresista, un mundo de izquierda, más allá incluso de las diferencias que legítimamente esa expresión pueda generar. Y esto no es ninguna novedad. Ya era así en nuestro país a comienzos del siglo XX, y así ha continuado hasta el día de hoy. Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Violeta Parra, Roberto Matta, Nicanor Parra, Gozalo Rojas, José Balmes, Francisco Coloane, por mencionar sólo algunos artistas de renombre internacional, dan cuenta de esta realidad. Y a pesar de las vacilaciones y los múltiples tropiezos que la izquierda ha tenido en los últimos años, nada indica que la derecha pueda conquistarlo. Por el contrario, el episodio de la renuncia del breve Ministro de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, Mauricio Rojas, da cuenta claramente de ello. A sólo tres días de ser nombrado ministro debió renunciar, no porque lo que dijera era inaceptable, que lo era, ni mucho menos por un complot comunista, como lo ha tratado de justificar después, sino simplemente porque sus dichos tuvieron tal rechazo, precisamente en ese mundo al que debía llegar, que comprendió que su posición era insostenible y no lograría siquiera ser un interlocutor, no digamos válido, sino meramente aceptable.
Y la derecha sabe que el arte, la cultura, el patrimonio, no son su mundo, y que si nada hace pensar que lo pueda llegar a ser, si se hace necesario tener un mayor control de él. En verdad es mucho lo que pierden. Las permanentes opiniones de artistas e intelectuales en defensa del pueblo mapuche, de la educación pública, laica y de calidad, a favor de la diversidad sexual, de la enseñanza de historia, artes y filosofía, el Museo de la Memoria y los innumerables Memoriales a través de todo Chile, son algo más que simples piedras en el zapato, son preocupaciones permanentes, que obligan a la derecha a dar una y otra explicación, y que a menudoi dejan al descubierto sus miradas retrógradas, sus posiciones trasnochadas, en definitiva su falta de empatía con el mundo . El mundo de la cultura es un espacio donde la hegemonía cultural se jugó hace mucho tiempo, y ellos perdieron definitivamente. 

Pero la derecha también sabe que si ese mundo no lo puede conquistar precisamente desde la cultura, si lo puede intentar desde el gobierno. Y busca ese camino desde el primer gobierno de Piñera, cuando pretendieron crear un Ministerio de la Cultura, y modificar la ley de monumentos nacionales a su verdadero antojo. Hoy, el nuevo proyecto de ley es el intento más directo y descarado sobre la materia.

La Ley de Monumentos Nacionales, de 1970, nacida con visión en ese entonces ya superada, requiere de profundas modificaciones. En verdad nadie cree que deba seguir vigente por mucho tiempo más. Y más aún, probablemente también todos estemos de acuerdo en las críticas que el proyecto menciona: que dicha ley presenta problemas en relación con un Consejo de Monumentos Nacionales, orgánicamente insuficiente, desactualizado y con un  centralismo inaceptable, que las categorías de protección son obsoletas y poco eficaces, que se carece de un sistema de compensaciones e incentivo para la protección y salvaguarda del patrimonio cultural, y que el uso del recurso penal es absolutamente inadecuado. Pero si bien podemos estar de acuerdo en esos aspectos, claramente falta mencionar otras deficiencias muy importantes, y por sobre todo, la solución resulta inaceptable.

El Proyecto presentado por Piñera, entre otras cosas, establece una nueva institucionalidad, a nivel nacional, integrando algunas ya existentes, pero sobre todo creando un Consejo Nacional del Patrimonio Cultural, y a nivel regional, los Consejos Regionales del Patrimonio Cultural, con amplias facultades en materia de definir los bienes que tendrán la condición de patrimoniales, ya sea porque son declarados en algunas de las categorías que se establecen o porque se integran al Inventario del Patrimonio Cultural en Chile y los Registros Regionales del Patrimonio Cultural. Por otra parte, establece nuevas categorías de bienes patrimoniales protegidos, manteniendo algunas de las ya vigentes, crea la categoría jurídica de Patrimonio Cultural Inmaterial, así como el Inventario del Patrimonio Cultural en Chile y los Registros Regionales del Patrimonio Cultural. Por último, establece una serie de procedimientos destinados, entre otras cosas a regular la Inscripción en los Registros Regionales del Patrimonio Cultural, o la Declaratoria de un Bien como de Interés Cultural.

El proyecto adolece de una serie de deficiencias técnicas, desde simplemente olvidar el tema de la recuperación de los bienes patrimoniales chilenos en el extranjero, hasta desarrollar un insuficiente manejo del recurso penal. Pero no es eso lo más relevante, eso se puede superar. Lo que es inaceptable, y traspasa todo el proyecto, constituyendo un verdadero atentado contra la diversidad, es el intento de controlar ese mundo de la cultura que se les escapa de las manos.

Y hay dos maneras de hacerlo y a ambas se recurre en el proyecto. Por un lado, dejando fuera precisamente a los actores de ese mundo cultural que no se controla y por otra, creando una institucionalidad con amplios poderes y que dependa exclusivamente del Poder Ejecutivo.

El proyecto en cuestión, por mencionar lo más significativo, deja fuera de esta ley a los pueblos indígenas y su patrimonio. No se les considera en el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural, ni en los Consejos Regionales de Patrimonio Cultural, ni aún en aquellas regiones en que su presencia es significativa a nivel cultural o simplemente numérica. Por supuesto, tampoco se les otorga capacidad alguna para promover la incorporación de su patrimonio a las categorías que contempla la ley. Por lo demás, lo mismo se hace con la comunidad organizada. Ésta simplemente no existe.

Por otro lado, crea, como ya lo dijimos, el Consejo Nacional del Patrimonio Cultural, y a nivel regional, los Consejos Regionales del Patrimonio Cultural, cuyos miembros son, todos, absolutamente todos, o funcionarios de algún ministerio, o directamente nombrados por el Presidente de la República. El Consejo Nacional queda integrado por 17 personas, 10 de los cuales, son funcionarios públicos designados por el gobierno y los otros 7, elegidos directamente por el Presidente de la República a partir de ternas propuestas por diversas instituciones, como el Colegio de Arquitectos de Chile, la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, la Sociedad Chilena de Arqueología o del Colegio de Arqueólogos, el Colegio de Antropólogos, o las universidades  reconocidas por el estado y acreditadas por un determinado período. A diferencia de lo que pasa con el Consejo de la Cultura las Artes y el Patrimonio, establecido en la ley que crea el Ministerio respectivo, aquí no son las instituciones quienes designan a sus representantes. Aquí es el Presidente el que lo hace.

La cultura no viene desde el poder, la hacemos todos, las decisiones sobre qué es y qué no es patrimonio cultural, no deben corresponder ni a un grupo de expertos, ni menos a una élite de una orientación política determinada, que deciden por otros. Son los propios miembros de cada grupo social los que deben tomar sus propias decisiones al respectoLas personas y las comunidades, como sujetos de cultura tienen el derecho a definir qué bienes y lugares son los que para ellos poseen un valor excepcional para la memoria colectiva, y en consecuencia los que deben ser considerados patrimonio cultural. Y para ello, se requieren instituciones que garanticen la diversidad y mecanismos que fomenten la participación comunitaria. Nada de eso hay en esta ley.

Santiago, julio de 2019



martes, 18 de junio de 2019

EL PATRIMONIO CULTURAL Y LA NUEVA LEY DE PATRIMONIO CULTURAL




El 29 de mayo, Día del Patrimonio Cultural, según apareció en los medios de comunicación, el presidente Sebastián Piñera firmó el proyecto de ley que promueve el reconocimiento y cuidado del patrimonio cultural de Chile. Lo acompañaba en ese acto, la ministra de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, Consuelo Valdés. En una página del sitio web de este Ministerio se ve al presidente y a la ministra mostrando el proyecto firmado.

La nueva ley sobre la materia es ampliamente esperada, pues viene a modernizar una materia regulada en parte por la ley de Monumentos Nacionales, que ya tiene casi 50 años, y que en estricto rigor, surgió anticuada.

Pero claramente la discusión del proyecto no será un tema sencillo. Y es que el concepto mismo de patrimonio cultural no es sencillo. Unesco ha dado sucesivos conceptos, las legislaciones nacionales también y la doctrina no se pone de acuerdo. Durante más de 150 años “nuestro patrimonio cultural” invisibilizó a la mayoría de los chilenos. En él no estaban presentes los obreros, los campesinos, los pobladores, los pescadores, los artesanos, los mineros... Sólo estaban los objetos de la alta aristocracia, los militares, y la iglesia católica.
En términos de evolución política, por ejemplo, la idea de patrimonio puede estimarse que ha tenido tres visiones esenciales.

Durante la primera, el patrimonio cultural es propiedad exclusiva de una élite. A ella pertenecen los bienes que la integran, pero también son parte de sus propios miembros quienes les otorgan esa categoría, es decir los que los seleccionan como tales. Y por último, es la propia élite la única digna de disfrutar de los valores y el gozo que ellos representan. Probablemente en donde mejor se refleja esta visión de la cultura, es en los espectáculos de las élites. De la ópera, del concierto, sólo participa la élite. Y no hay interés alguno por ampliar dicho espacio. Por el contrario, quienes provienen desde estratos sociales inferiores y tratan de incorporarse a la alta sociedad, y participar con ellos de ese mundo, son a menudo mirados con absoluto desprecio. 

En una segunda etapa, y en lo que se ha considerado el inicio de la democratización de la cultura y por tanto también del patrimonio cultural, el discurso dominante se abre a llevar la cultura a las masas. Es decir, desde la élite se sigue eligiendo y decidiendo lo que es o no es patrimonio cultural, pero al menos desde un sector de esta élite, se estima que esa cultura se debe difundir y educar al pueblo para que éste pueda acceder a ella. Esta concepción, que continúa siendo profundamente elitista, cargada ahora con una visión claramente paternalista, queda reflejada de manera muy gráfica en la “Recomendación sobre los medios más eficaces para hacer los museos accesibles a todos”, aprobada por Unesco en diciembre de 1960. En ella y luego de recordar que la constitución de Unesco le atribuye entre otras funciones la de “…dar un vigoroso impulso a la educación popular y a la difusión de la cultura…”, se señala que “…debe estimularse por todos los medios la frecuentación de los museos por todos los sectores de la población y, en especial, por las clases laboriosas”. Los museos están listos, la cultura está allí ya definida como tal, es necesario bajarla para que el pueblo, y especialmente la clase trabajadora, como dice Unesco, pueda acceder a ella. (Desde esta perspectiva no deja de ser paradójico que la cultura, entendida como viene, desde el iluminismo, se presenta con un claro rol emancipador, y sin embargo en la práctica se transforma en uno de los principales instrumentos de opresión).

La última etapa de este proceso de democratización de la cultura y el patrimonio, en nuestro país se desarrolla recién a partir de la década de los años noventa del siglo pasado, saliendo de la dictadura, cuando la visión anterior entra en una profunda crisis. Esta nueva visión se caracteriza porque ahora se identifica a las personas y las comunidades como sujetos de cultura y por tanto se reconoce en ellos el derecho a definir que bienes y lugares son los que para ellos poseen un valor excepcional para la memoria colectiva, y en consecuencia los que deben ser considerados patrimonio cultural. La cultura no viene desde el poder, la hacemos todos, las decisiones sobre qué es y que no es patrimonio cultural no están en las manos de un grupo de expertos que deciden por otros, son los propios miembros de cada grupo social los que deben tomar sus propias decisiones al respecto. Unesco, en una recomendación con un desafortunado y paternalista título “Recomendación relativa a la Participación y la Contribución de las Masas Populares en la Vida Cultural” ya había reconocido explícitamente esta situación, cuando en 1976 dice “Considerando …c) que la cultura ha dejado de ser Únicamente una acumulación de obras y de conocimientos que produce, compila y conserva una minoría selecta para ponerlos al alcance de todos, o que un pueblo rico por su patrimonio ofrece a otros como modelo del que les hubiere privado la historia; que la cultura no se limita al acceso a las obras de arte y a las humanidades sino que es a la vez adquisición de conocimientos, exigencia de un modo de vida, necesidad de comunicación”.


Entendido así, el patrimonio cultural deja de ser un conjunto de objetos que natural y objetivamente encierran un valor incontestable. Por el contrario, los bienes culturales deben ser entendidos como consecuencia de una elección política, que puede tener mayor o menor aceptación en la comunidad.

Este proceso por supuesto no ha sido, ni es fácil, y el “patrimonio cultural”, como por lo demás ocurre con todo el mundo de la cultura, se ha transformado a menudo en un espacio de conflicto, en donde se enfrentan visiones diferentes del mundo y de la vida. En algunos casos esos enfrentamientos son velados, subterráneos, como cuando la prensa o la televisión oficial simplemente menosprecia las noticias referidas al patrimonio o la cultura popular, y simplemente no las divulga (lo que por lo demás ocurre todos los días). Pero en otros momentos, especialmente cuando la lucha política adquiere ribetes de mayor envergadura, el conflicto por definir lo que es cultural y/o lo cultural que debe protegerse, alcanza una mayor dimensión y puede no sólo cuestionar el surgimiento de nuevos bienes como patrimoniales, sino comprometer incluso los tradicionalmente aceptados como tales. Así ha ocurrido por ejemplo con buena parte del patrimonio arqueológico, que se ha visto afectado por el accionar de mineras, constructoras, o incluso de eventos deportivos, como el Dakar, en donde claramente se dio preferencia a los intereses de la industria automotriz internacional. El Dakar, sólo en dos realizaciones en Chile significó la destrucción de más de 100 sitios arqueológicos. En otros casos el conflicto es aún más evidentemente político, como ha ocurrido con los intentos de cambiar el carácter del Museo de la Memoria, que da cuenta de los crímenes cometidos por la dictadura cívico militar de Pinochet, para modificarlo por uno que la justifique.

Probablemente el conflicto más permanente y público, en cuanto se puede apreciar día a día por cualquiera, pero a la vez más soterrado, pues su naturaleza valórica se encubre, se da en torno a los monumentos en lugares públicos, honoríficos o conmemorativos esencialmente, que día a día son ignorados, valorados o despreciados por quienes pasan a su lado, y a menudo víctimas de acciones que los rayan o destruyen, por un sector social que no sólo no los valora, no se siente interpretado por ellos, sino que claramente los desprecia.

¿Qué perspectiva presentará el proyecto? ¿Qué valores buscará destacar? No lo sabemos, porque aunque han pasado más de 15 días desde que públicamente se firmó el proyecto, aún no se ingresa al parlamento.

Pero podemos adelantar algo. En el mismo acto de firma se anunció la reapertura del Museo Histórico Nacional. Lo que no se dijo, es que el proyecto de modificación original, que aspiraba a una remodelación total del edificio, se pospuso, para trabajar en la ampliación del espacio de exposición, en donde se tiene ya decidido instalar el “Museo de la Democracia”, que como sabemos, busca ser la contrapartida del Museo de la Memoria, es decir, la justificación de la Dictadura.

¡Habrá que estar alerta!

Santiago, 18 de junio de 2019


Publicado en Lavanguardia.cl



martes, 14 de mayo de 2019

"MUSEUM WEEK", CHILE Y LA DIVERSIDAD CULTURAL



Durante esta semana, en las redes sociales, y con el apoyo de importantes organizaciones internacionales, Unesco e ICOM, entre ellas, se desarrollan diferentes iniciativas que buscan impulsar y promover, de una forma entretenida, la labor de los museos.

Los museos surgen, en nuestra América Latina, en los orígenes de los estados independientes, a principios del siglo XIX, como el primer mecanismo tendiente a proteger el patrimonio cultural de estas incipientes repúblicas. E. Harwey, un conocido estudioso del mundo cultural decía “Las políticas de conservación del patrimonio en las primeras décadas de vida independiente de las flamantes, aunque débiles, repúblicas hispanoamericanas, estuvieron vinculadas a la instalación de museos destinados a la preservación de los bienes culturales”.

En Chile, desde los primeros años de la república se asumió, de manera implícita pero clara, que existían bienes cuyo valor excepcional trascendía el ámbito de lo privado, y obligaba al estado a darles algún tipo especial de protección. Pero además, se consideró que no bastaba sólo su custodia y protección, sino que era necesaria además su difusión, para que todos -un “todos” limitado en esa época un sector muy reducido de la población- pudieran disfrutarlo. Así, en un comienzo y durante varias décadas, el único mecanismo de protección que se reconoce, es la adquisición por el estado de esos bienes, para desde la propiedad pública, custodiarlos y exhibirlos. Es así como en el temprano 1813, el Senado aprueba la creación del Instituto Nacional, la Biblioteca Nacional y un Museo de Ciencias, lo que en todo caso no se materializará hasta años más tarde, primero por la Reconquista española, que deshizo gran parte de lo obrado durante la Patria Vieja y luego por la ausencia de recursos, económicos y humanos. En 1822. O´Higgins encarga al intelectual francés José Francisco Dauxion Labaysee la formación de un Museo Nacional, pero éste muere, sin concretar el encargo. En 1830, el francés Claudio Gay crea el primer museo chileno, el Museo Nacional de Historia Natural, hoy, instalado en la Quinta Normal. Luego vendrán muchos más.

Por supuesto la visión de la cultura y el patrimonio cultural hoy no es la misma que la de ayer. Durante más de un siglo, los museos históricos, artísticos o científicos, sólo exhibieron objetos que de un modo u otro representaban las visiones y los intereses de un sector de la población, aquel que ostentaba el poder. Uniformes de militares, trajes y utensilios de la aristocracia, el arte de los grandes salones, la historia, la ciencia y las artes, eran la historia, la ciencia y las artes de los sectores dominantes. Los obreros de las minas o de las industrias, los artesanos del campo o la ciudad, los propios campesinos, carecían de existencia en el mundo cultural y como consecuencia, carecían de presencia en los museos. 

¡Y ni que hablar de los aborígenes!

Pero los tiempos han ido cambiando. La evolución histórica, la evolución de la historia como disciplina, y por sobre todo la pérdida del poder hegemónico a nivel ideológico que han ido experimentando en nuestra sociedad las clases tradicionalmente dominantes, -y que en el ámbito jurídico se refleja especialmente en el surgimiento y desarrollo del Derecho Laboral frente al poder económico, y en el sistema democrático y de los derechos humanos frente al poder político- han incorporado nuevos criterios a la selección y valoración de los bienes que integran nuestro patrimonio cultural en la actualidad. Así, poco a poco, y con distinto vigor y en diferentes áreas, se van incorporando al patrimonio cultural bienes provenientes de diferentes sectores sociales, del mundo obrero, del mundo campesino y más recientemente del mundo indígena. La vida urbana se hace presente de manera muy variada, museos del deporte, de la historieta, de la moda, son una prueba de ello.

Todo esto por supuesto no ha sido fácil, y el “patrimonio cultural” (como por lo demás todo el mundo de la cultura) se ha transformado a menudo en un espacio de conflicto, en donde se enfrentan visiones diferentes del mundo y de la vida. En algunos casos esos enfrentamientos son velados, subterráneos, como cuando la prensa o la televisión oficial simplemente menosprecia las noticias referidas al patrimonio o la cultura popular. Pero en otros momentos, especialmente cuando el conflicto político adquiere ribetes de mayor envergadura, el conflicto por definir lo que es cultural y/o lo cultural que debe protegerse, alcanza una mayor dimensión, como ha ocurrido con los intentos de cambiar el carácter del Museo de la Memoria, que da cuenta de los crímenes cometidos por la dictadura cívico militar de Pinochet, para cambiarlo por uno que la justifique.

En la actualidad, como elemento central en el desarrollo de prácticas culturales y de protección y conservación de patrimonios, está un principio sostenido a nivel de UNESCO, desde hace décadas, y consagrado en nuestra legislación nacional desde el año 2017, cuando la ley 21.045 crea el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, el principio de diversidad cultural, que significa “Reconocer y promover el respeto a la diversidad cultural, la interculturalidad, la dignidad y el respeto mutuo entre las diversas identidades que cohabitan en el territorio nacional como valores culturales fundamentales”. Este principio es plenamente aplicable a los museos.

La “semana del museo” es una buena alternativa para difundir la misión y el valor de los museos, y por sobre todo visitarlos. Y la próxima vez que lo hagas, especialmente si el museo es de historia, te invito a un desafío. Busca en él dónde estás tú, tu familia, tu entorno, tu grupo social. Si no encuentras nada de eso, probablemente ese museo aún no tiene la necesaria diversidad cultural que hoy se propone y tú tienes la posibilidad de hacérselo presente.


Santiago, 14 de mayo de 2019 




martes, 16 de abril de 2019

“NOTRE DAME DE PARÍS”, Y NUESTRO PATRIMONIO CULTURAL



Hoy la humanidad amaneció más pobre. Una obra en la que miles de trabajadores dejaron sus mejores esfuerzos, que resistió más de ocho siglos, y que formó parte de la historia del mundo, ayer se incendió. No es París el que perdió, no es Francia, no es la Iglesia Católica, no son las clases dominantes, es la humanidad entera la que surge hoy más pobre, menos bella, más huérfana de historia.

Pero al parecer no todos lo han entendido así. En las redes sociales hemos visto que algunos creen que la pérdida es de la Iglesia Católica, o quieren hacer competir la preocupación por este incendio con la por los niños de Siria, la contaminación ambiental o los incendios forestales. Y no tiene nada de extraño. Durante siglos, quienes han manejado el poder económico y político, no sólo han definido qué es aquello que presenta un valor excepcional para la ciencia, las artes o la historia, en definitiva, qué es patrimonio cultural, sino que lo han hecho en función de su visión del mundo, de su concepción del hombre y de la sociedad, que en definitiva está estrechamente ligada a sus propios y exclusivos intereses. Así, durante siglos, el patrimonio cultural (empleamos la expresión en sentido genérico aun cuando es sólo de la segunda mitad del siglo XX) ha estado constituido por aquellos objetos que sirven o recuerdan a las propias clases privilegiadas, y sobre todo, consolidan su discurso hegemónico. Pinturas o esculturas que adornan sus propios salones, cuentan sus historias, reflejan sus rostros, trajes de sus reyes, uniformes de sus héroes, tenidas y muebles utilizados por sus antepasados. De este modo, han dejado fuera de lo patrimonial a lo que no los representa, y de paso, han impedido -especialmente manteniendo al pueblo en la ignorancia- que otros puedan también disfrutarlo. La “cultura”, en todas sus expresiones y durante siglos, ha sido propiedad de un grupo selecto de las clases privilegiadas, que sin necesidad de realizar trabajo alguno, han podido “cultivarse” y disfrutar del arte y las humanidades.

Si pudiéramos dar una mirada histórica a nuestro propio Museo Histórico, veríamos que hace 50 años en él no estábamos el 90% de los chilenos, que allí sólo había objetos de presidentes, militares o de una aristocracia que había ostentado el poder político, y que sobre todo había ejercido una hegemonía intelectual que lograba imponer, en ese ámbito su propio discurso.

Pero esa hegemonía ideológica la perdieron hace décadas y si ayer se cuestionó en la música (¿se acuerdan del “Canto Nuevo”?. Si, ese que enterró en el baúl de los recuerdos a los Quincheros y al que le abriera la puerta la inmortal Violeta.) hoy se cuestiona en todas sus principales manifestaciones. Es cierto, perdieron la hegemonía ideológica, pero dicha hegemonía no ha sido aun verdaderamente ganada por el pueblo. La lucha es a diario.

Desde una mirada democratizadora del arte, la cultura y el patrimonio cultural ¿Qué debemos hacer? Desde luego valorizar nuestros propios objetos, aquellos que para nosotros, obreros, campesinos, empleados, pobladores, estudiantes, profesionales, artistas, intelectuales, indígenas, poseen un valor excepcional. No es el otro el que ha de decidir. Somos nosotros, los trabajadores manuales o intelectuales quienes debemos definir nuestro propio patrimonio cultural, ese que nos identifica, que conserva nuestros barrios. Y luchar porque sea reconocido como tal.

¿Y respecto de los bienes tradicionalmente culturales, de esos que para algunos comprenden la “alta cultura”, entre los que por cierto está Notre Dame? ¿Debemos despreciarlos? ¿Debemos creer que Notre Dame es sólo una iglesia de la Iglesia? ¿Qué es sólo la iglesia de Napoleón, o de la burguesía francesa? Debemos entregar esa y mil obras más a la ideología de quienes nunca tomaron en sus manos un martillo, y menos una piedra para construirla. ¿Debemos olvidar a esas costureras que con modestísimos recursos crearon esos trajes espléndidos que lució la aristocracia y que hoy se exhiben en nuestro museo? ¿Debemos olvidar a aquellos artesanos que entregaron su vida labrando la piedra, o la madera para que otros gozaron de esos bienes?

Contrario a lo que se puede estimar, hoy las clases dominantes no tienen verdadero interés en la cultura, ni en el patrimonio cultural. Éste sólo interesa cuando económicamente puede ser rentable. Los bienes patrimoniales para ellos hoy son “objetos de inversión” y su mayor importancia se da en “el mercado del arte”, en donde dicho sea de paso, existe la mayor especulación. Si económicamente no es rentable o su protección atenta incluso contra la generación de utilidades, bien merece ser destruido. El Dakar, ese millonario comercio espectáculo de la industria automotriz, dejó más de 100 sitios arqueológicos destruidos en sus dos primeras realizaciones en Chile. (Algo similar ocurrió en Argentina, Bolivia y Perú, sólo que en algunos casos con mayor destrucción). El patrimonio cultural arquitectónico del centro histórico de Santiago, como de muchas otras capitales americanas, ha sido destruido por la industria inmobiliaria, y el turismo desenfrenado cada día afecta más lugares patrimoniales. El tráfico ilícito, que en estricto rigor no preocupa a casi nadie, permite que piezas paleontológicas tan relevantes como las del Pelagornis chilensis terminen en Alemania, la locomotora Junín, continúe en un museo en Inglaterra, luego de ser sacada ilegalmente de Chile, y el robo de patrimonio cultural en museos y lugares públicos alcance dimensiones inimaginables.

Hace ya varias décadas Bertolt Brecht se preguntaba:

“¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?
En los libros aparecen los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?
Y Babilonia, destruida tantas veces,
¿quién la volvió siempre a construir?
¿En qué casas de la dorada Lima vivían los constructores?
¿A dónde fueron los albañiles la noche en que fue terminada la Muralla China?
La gran Roma está llena de arcos de triunfo.
¿Quién los erigió?
……………………”

Y allí, en las “Preguntas de un obrero que lee”, está la verdadera respuesta.

Fernando García Díaz

lunes, 8 de abril de 2019

EL ROBO DE MUSEOS EN CHILE, CONSIDERADO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES


  

“El objetivo es evitar que te detecten los avanzados sistemas de vigilancia del museo, ni los guardias.
 Debes evadirlos a ambos para lograr tus perversos objetivos”.

Publicidad Internet
“El gran ladrón de museos”
 (Interesante juego de estrategia)



“Mi intensa virtud
no puede permitir que ocurran tales cosas en un país cristiano”

Thomas de Quincey


Señoras y señores:

… Mi proyecto de museo era hasta ese momento, la simple exhibición de piezas de arte robadas. Tenía material suficiente para un enorme, completo y complejo museo. Pero algo faltaba. No había logrado entender la sutileza, impactarme lo suficiente con el acto, valorar la estética de la ejecución. Y es que mi camino había sido prácticamente solitario, el último paso en cambio lo hice de la mano del Maestro. Hacía más de 30 años que lo había leído, pero no lo había sabido valorar. Sólo la sabiduría que pueden dar los años me permitió abrir los ojos. El robo de museos, que temporalmente resucita determinadas obras, piezas o artistas, y le añade nuevos escenarios a sus biografías, también puede considerarse como una de las Bellas Artes. (Aunque siendo sincero, sólo quien sea capaz de abrir su mente, ampliar su visión, superar el karma, transitar caminos de iluminación, alinear sus chacras, entender las siete verdades del Kibalion, conocer El Secreto y contactarse con el Uno, es digno de ser llamado a contemplar y comprender la grandeza de la obra, lo que puede hacer que mucho no comprendan estos planteamientos).

Por cierto no todo es arte. Nada hace pensar, en el robo de las mariposas, de Hirst, desde el Museo de Arte Contemporáneo([1]), en un acto verdaderamente artístico. Más bien parece ser un acto desde el vandalismo, desde aquella barbarie que logra comprender que allí adentro hay algo valioso, pero que es incapaz de disfrutarlo, de apreciarlo, de valorarlo. Por ello, si bien no se trata de una situación excepcional en cuanto al robo, sí es destacable la magnitud de lo robado por esta situación.

Distinta es la situación del robo de la escultura “La República”, desde la plaza Rubén Darío de Playa Ancha([2]), y recuperada recientemente junto a 10 esculturas más, o el robo de la espada de Manuel Bulnes, desde el Museo Histórico Nacional¸ que incluso está filmado, o el robo desde el Museo Naval de Valparaíso, del que ni siquiera se puede precisar la fecha exacta([3]), o robo del Cáliz de oro de los jesuitas, desde el Museo de la Catedral de Santiago([4],) o el de la obra de Rugendas, El huaso y la lavandera([5]), que denunciaron unas estudiantes de colegio que no encontraron el cuadro donde debería estar expuesto, o el robo desde el Archivo Nacional de más de 300 volúmenes de documentos históricos, durante los años de la dictadura, …

Fue en el casino de la universidad en donde por primera vez comenté la categoría de robo de museos considerado como una de las bellas artes. Era viernes, al anochecer, con el cansancio de toda la semana acumulado y nadie al parecer había leído a Thomas de Quincey. Hoy quiero suponer que todo ello influyó en las respuestas, unos sonrieron con sorna, otros se escandalizaron, y yo, como un idiota, me enfrasqué en una desagradable discusión, sin ningún destino, como era obvio desde el comienzo. Todo absurdo. La discusión y las respuestas de mis oyentes.

De partida se trata de un planteamiento serio, digno de ser considerado por las más altas autoridades del pensamiento. Es, lejos, la hipótesis más desequilibrante de la criminología chilena de los últimos 140 años. ¡Y que me perdone Doris y su continuo subcultural! En verdad en criminología sólo Lombroso es más grande que nosotros; pero él estaba equivocado.

Nada más irracional que escandalizarse. Estoy y estaré siempre a favor de la ley, la moral y las buenas costumbres, cualquiera que ellas sean, y puedo afirmar que el robo de museos es una manera incorrecta de comportarse, y, probablemente, muy incorrecta. Jamás le diría al ladrón cómo debe hacerlo para entrar, o el lugar en que se encuentra la obra más valiosa, como por lo demás es el deber de toda persona honesta y bien intencionada, mi caso; pero ejecutado el delito, producido el robo, asaltado el museo, ha llegado la hora del buen gusto y de las Bellas Artes. Tratemos el caso moralmente antes de producirse, pero ya ocurrido, no es el tiempo de llorar sobre la leche derramada, es el tiempo del estudio, del análisis estético, o del antiestético, como han propuesto algunos para el arte moderno. Originalidad, elegancia, armonía, distinción, forma, simplicidad, riesgo, pureza, color, resultado, simetría, son todos ellos conceptos que debemos tener presentes al momento de analizar el robo. ¿O es que sólo el asesinato puede considerarse como una de las Bellas Artes?

Es cierto que no hay ciencia, sino crítica del arte, y algunos podrían, honestamente, cuestionar nuestra afirmación, sosteniendo además que no hay manera de probarla, en términos que sea convincente para todos. Pero ello sólo es posible desde la superficialidad y la ignorancia, por eso, hoy, con más reflexión, no nos sorprende la descalificación y el escándalo. Es propio de los burgueses de Moliere, de quienes, como el perro de Pavlov, han aprendido a salivar al toque de la campana, sin esperar si viene o no la carne, de pequeños intelectuales, de aquellos que opinan y exponen sobre todo, incluyendo aquello de lo que ni siquiera han oído hablar y a menudo cuando además nadie les ha preguntado; en fin, también de moralistas principiantes, de esos capaces de afirmar que están “contra la violencia, venga de donde venga”, como si se fuera lo mismo la violencia de la víctima que la del victimario y la legítima defensa, consagrada en todos los códigos penales del mundo, una invención ilegítima e indeseable, o de quienes pueden repetir hasta el infinito que el fin no justifica los medios, cómo si los medios pudieran justificarse por si mismos o por otra cosa que no fueran los fines, es decir, de gente que no piensa, que como ovejas, se deja guiar por frases ampulosas, llamativas, “políticamente correctas”, pero carentes del más elemental contenido lógico, y aún así, pretenden dictar cátedra desde la sabiduría.

Pero esa conducta no puede torcer nuestras firmes convicciones, esas que sólo poseemos los iniciados en el conocimiento profundo de la conducta humana, ese que sólo se logra con años de estudios de la mente y el cuerpo, como la ciencia lo exige, con años de meditación, como la metafísica cuántica lo requiere. Esos, nosotros, los grandes iniciados, los que siguiendo a Golbrich nos preguntamos qué? por qué? y cómo?, sabemos que el robo siempre ha sido una conducta admirada, aún valorada estéticamente cuando corresponde.

Estimado público. Yo se que aún algunos de Uds. pueden tener dudas sobre estas afirmaciones, pero tengo la certeza que una vez les exponga las múltiples evidencias que acreditan la seriedad de mis planteamientos, sólo podrán asentir, y valorar adecuadamente la genialidad de ellos, (y por supuesto de este modesto expositor).

Hace ya muchos años yo también tuve sentimientos encontrados frente a robos como los descritos al inicio. Chile, como cualquier país del mundo es una construcción – destrucción social, a la que han contribuido de manera decisiva los hombres que nacieron y vivieron en este territorio; pero también los que llegaron de lejanas tierras. De lo que hemos ido considerando como bienes que poseen un valor excepcional desde el punto de vista de las ciencias, la historia y las artes, constituyen ellos información relevante para la reconstrucción de un proceso que no ha sido fácil, y que a ratos ha logrado ocultar la brutalidad con que se fue desarrollando. El robo de estos bienes culturales, cualquiera que ellos sean, contribuye al proceso de fragmentación de la memoria en que Chile y América Latina se han visto involucrados desde hace ya más de 500 años.

Por un lado, tenía plena conciencia que el patrimonio cultural es en el presente muchas cosas, y todas ellas importantes para nuestros pueblos, que constituye la huella de nuestro pasado y el cimiento desde el cual enfrentar nuestro futuro, que nos permite conocer nuestra historia, identificarnos y reconocernos, que es parte esencial de nuestra memoria, que nos da identidad y pertenencia. Más grave aún, estaba (y estoy) convencido que si desaparece, se va también con él nuestra condición de  grupo histórico, identificado con una tradición y unos valores, y nuestro futuro como pueblo específico. Pero por otro lado, después de un robo, sobre todo si la pieza me gusta, Mr Hyde triunfaba una vez más, y terminaba por agradecer el favor que me habían hecho. Y así, con el sabor del placer culpable aún en la boca, leía completamente la noticia, recorría ávidamente las páginas de la web, me informaba sobre el autor y su obra, si aún no los conocía, seleccionaba la mejor imagen de la pieza robada y rápidamente la incluía en mi “MuseoRobado”.

Hoy no tengo “esos” problemas morales, he entendido que específicamente el robo de museos se puede encumbrar como una obra de arte en si, como el arte de robar el arte, y alcanza las alturas más sublimes del arte como acto comunicativo.

Pero sí tengo otros. Así es, tengo que confesar que aún persisten algunas dudas morales. Y, cuando surgen, mi angustia no es menor. Es que como dijo el viejo Sócrates, con los problemas morales no se trata de una insignificancia, sino de cómo debemos vivir. ¿Deberé efectivamente poner determinada pieza en mi Museo? O dicho de otro modo ¿Habrá sido efectivamente robada? Conozco pintores que han denunciado falsificaciones de su obra simplemente para que se hable de ellos, “para salir en la tele”, para que se les considere dignos de ser falsificados, (y por tanto puedan vender sus obras a mayor precio). ¿No puede un museo denunciar un robo por iguales o similares consideraciones, y en definitiva para que se le considere digno de ser robado? Es una inquietud que he mantenido por años, que crece o disminuye según las circunstancias, y que todavía no he podido dilucidar.

Hoy he aprendido a seguir al maestro al pié de la letra. Y no lo hago, desde el simple principio de autoridad. No. Seguirlo es consecuencia de la más profunda y convincente reflexión filosófica. Hay tres grandes líneas argumentales, indesmentibles e irrefutables, que me permiten concluir como lo he hecho, la histórica, la ética y la lúdica.

La histórica, que aprendimos de la sabiduría popular, nos recuerda que el robo ha sido mirado y admirado desde hace varios siglos. Esta sabiduría popular, interpretada de manera magistral por la sabiduría comercial, esa que escudriña como obtener hasta el último peso del posible comprador, se manifiesta de múltiples maneras.

Extendida la alfabetización hacia amplios sectores populares como resultado de las revoluciones burguesas, un nuevo y permanente público lector empieza a emerger en el mundo cultural, un círculo extraordinariamente amplio para esos años, que compra y lee. El medio cultural que más amplía el público lector es el periódico, el gran invento cultural de la época. Y es en ese medio, donde, abandonando el terror gótico, la literatura incursiona desde el romanticismo hacia el folletín, el género popular por antonomasia, que más tarde se va a desarrollar como la esencia misma de la cultura popular, en sus diferentes facetas, en la radio, la televisión, o las historietas.

En el folletín, en esa literatura por entregas que inmortalizara a Dumas, Balzac o Stendhal, se producirá la primera verdadera democratización de la literatura. Por primera vez allí el público se encontrará en una nivelación casi absoluta. Se trata de textos y novelas cuyos personajes ya no están en las iglesias o las cortes, sino en el quehacer cotidiano. Por primera vez los escritores podrán vivir directamente de sus obras y no de prebendas o pensiones de filántropos interesados.

Es en esa literatura democrática, popular, en donde surge la figura seductora de Rocambole, personaje literario, creado en el siglo XIX por Pierre Alexis Ponson du Terrail, y quien va a dar origen a la tradición literaria de aventureros y ladrones que mejor dan cuenta de la valoración del robo. Arsenio Lupin, personaje en las obras de Maurice Leblanc, Fantomás, protagonista de novelas policíacas escritas por Marcel Allain y Pierre Souvestre y Simon Templar, El Santo, creado por Leslie Charteris, no sólo son dignos sucesores del hoy olvidado Rocambole, sino sus más legítimos herederos. Y todos ellos, personajes de leyenda en la cultura popular, aparecieron en películas, teatro, televisión y comics. Fue en su versión de historieta mexicana en que Fantomas, “la amenaza elegante”, y a quien René Magritte ya había inmortalizado, que millones de lectores lo hicimos nuestro héroe. (Después del robo de “Olympia” en enero de 2012, Magritte debiera estar con gloria y majestad en el MuseoRobado de Bélgica). Y si bien en nuestro país la figura de “Santomas” alcanzó sólo ediciones muy limitadas en la historieta, refleja bastante bien el ladrón como figura heroica.

Hoy mientras escribimos esto, y si tienes un hijo, un nieto o un sobrino pequeño, te recomendamos regalarle un “Lego”, (de "leg godt", en danés "juega bien"), un juguete de la más famosas fábrica de juguetes armables del planeta. ¿Y qué mejor que “Asalto al museo” (563 piezas, colección Lego city, Nº 60008)? Ahora, si el regalo es para adolescentes o mayorcitos, puedes pedir por internet “El gran ladrón de museos”, juego cuyo objetivo es, según sus propios vendedores  “…evitar que  te detecten los avanzados sistemas de vigilancia del museo,  ni los guardias. Debes evadirlos a ambos para lograr tus perversos objetivos”. Y si tu pasión son los juegos on line, nada mejor que el Robo al Gran Museo, (http://game-game.es/135633/) en el que puedes participar, como siempre en estos casos, mediante el adecuado uso de un teclado, para moverte por el interior del Museo, como un ladrón astuto e inteligente, según la promoción que del juego se hace.

Otra prueba de todo lo que afirmamos lo da esa maravilla de la sutileza, la finura y el simbolismo sublimado, que es el cine norteamericano, donde se impone el Ars Gratia Artis, como dice la MGM. Allí, donde la evaluación estética del séptimo arte depende de los millones de dólares recaudados, cada cierto tiempo nos invita a disfrutar de las aventuras que nos brinda el héroe popular Indiana Jones, saqueador arqueológico inspirado en Hiram Bingham, saqueador real que gracias a las indicaciones de Agustín Lizárraga, llegó a Machu Picchu en 1911, de donde se llevó al menos 46.332  piezas a la Universidad de Yale, entre las que hay momias, restos humanos, ceramios, utensilios y objetos de arte. Si queremos ser más específicos, el Museo de Historia Natural de Nueva York es la víctima del robo, en “Robo al Museo”, dirigida por Marvin Chomsky y protagonizada por Robert Conrad y Donna Mills. Y si de seriales de televisión se trata, siempre profunda, sutil, perpicaz, sagaz, aguda, (después de todo es de origen norteamericana), nos ilumina la incisiva y penetrante serial “White Collar”, en la que su protagonista Neal Caffrey, viene precisamente del mundo de falsificadores y ladrones de piezas culturales.

Adultos y buenos lectores, podemos estar dispuestos a disfrutar de las más de 600 páginas que comprende la biografía de René Alphonse van den Berghe, más conocido como Erik el Belga, audaz megalómano y uno de los más prolíficos ladrones de arte de Europa en el siglo XX, (hoy tranquilo y devoto miembro de la Obra de Dios), o con las "Confesiones de un ladrón de arte"), (en francés 2006, en alemán 2007) en las que Stéphane Breitwieser da cuenta de cómo robó 239 obras de arte, valoradas en más de mil millones de euros, en  172 museos europeos. (También podemos investigar la biografía de Marion True). Y ni que hablar de las idealizadas aventuras de piratas, que no son sino ladrones de mar.

Desde lo más profundo de la estética (y para nosotros todo esto es profundo), lo primero que nos planteamos es saber si a casi 200 años de las pinturas negras de Goya y casi 100 de “La Fuente”, de M. Duchamp, aún hay quien crea que la obra de arte para ser tal debe imitar a la naturaleza, ser bella, o al menos agradable? ¿O estar colgada o expuesta? Si es así, claramente está equivocado. Incluso un objeto cotidiano, sacado de contexto o alterado en sus dimensiones, y exhibido de forma provocativa puede constituirse en una pieza relevante. La obra es tal si es fuente de conocimiento y de placer estético, si constituye una propuesta de reflexión y nos entrega una idea, si potencia nuestra sensibilidad y logra emocionarnos, si ayuda a lograr nociones más exactas de la vida y la muerte. La obra de arte es obra de la imaginación del artista, es expresión de una sensibilidad que surge a partir de su particular visión de la realidad. La obra de arte es, en fin, obra maestra, si perdura en el tiempo y cada vez que se analiza está abierta a nuevas interpretaciones.

Y que el robo de un museo es una obra de arte, no nos cabe duda. Implica un proceso reflexivo, elaborado, selectivo, e imaginativo, que se manifiesta como testimonio de una realidad, que expresa la libertad del genio, a través de un acto comunicativo, que busca la comprensión del otro, ya sea el destinatario que encargó el trabajo, el intermediario que la revenderá o el juez, que juzga una acción definida como típica, antijurídica y culpable. Desde la pieza como obra, el robo multiplica la temporalidad de ella, le da nueva vigencia, nueva vida, la pone y la propone como objeto de nueva perspectiva. Incluso para quienes transitan por esos “estados alterados de la cultura”, que denuncia Le Monde Diplomatique, el robo puede ser un claro valor, pues la experiencia demuestra que la obra de arte robada aumenta su valor en el mercado, luego cuando es recuperada.

El robo como obra, se perfila también como una estructura independiente, una entidad significante que puede ser coherente, autosuficiente, completa y perfecta en sí misma, una nueva realidad sustituyente, capaz de constituir un nuevo cosmos que busca respuestas a las interrogantes eternas de la humanidad. El robo como obra desata el intenso deseo de identificación, de protagonismo y la obra más personal plantea la interpretación más personal como desafío. Un buen robo exige algo más que un objeto exhibido y un museo sin protección. La pieza robada, el lugar, el día, la hora, la presencia o no de guardias, de público, en fin, todo ello, permite vibrar con un hermoso robo.  Su simbolismo puede llegar a ser intenso, tal vez misteriosamente oculto tras una simplicidad aparente. Y si la obra es significada como grandiosa, si ya escapó de su autor, como el robo de La Gioconda desde El Louvre, o el del Retrato del Duque de Wellington, desde la National Galery de Londres, pasa a constituir algo que permanece, que lejos de circunscribir el horizonte de sentidos que la pieza robada representa, se proyecta hacia una comprensión del devenir cultural. El arte contemporáneo se pone al servicio de la reflexión social y por ello, la función del artista, como ha dicho nuestro San Francisco “Papas Fritas” Tapia “…es influir en la realidad y hacernos cargos de las problemáticas sociales”. ¡Y todo eso y mucho más, nos lo da el robo de museos!

Y por ello, mi “Museo Robado” no es sólo una colección de objetos sustraídos y clasificados, sino un verdadero “museo”, un espacio donde el patrimonio cultural se protege, se expone y crece en valor cultural. (Aunque si he de ser sincero, todas estas reflexiones surgieron después que estaba ya instalado mi Museo, y como meras justificaciones al tiempo invertido. Porque como dice Wagensberg “El saber no ocupará espacio, pero lo que es tiempo…”  ¡Y por dios que he perdido el tiempo en todo esto!

Gracias por su atención y buenas noches.

Santiago, abril de 2019




[1] Agosto 2013.
[2] 18 de junio 2003,
[3] Entre febrero y marzo de 2008
[4]
[5] Octubre de 1981