El
martes 19 de noviembre, un grupo de 11 diputados, de 9 agrupaciones políticas
diferentes, ingresaba en la Secretaría de la Cámara de Diputados una acusación
constitucional contra el Presidente de la República. Lo hacía, de conformidad
con lo dispuesto en la Constitución de Pinochet, en cuyo artículo 52 se
establece que se puede acusar al Presidente “…por actos de su administración
que hayan comprometido gravemente el honor o la seguridad de la Nación, o
infringido abiertamente la Constitución o las leyes”.
Su
interposición no ha estado exenta de polémica y desde que se anunció, unas tres
semanas antes, los defensores de Piñera, y otros que también lo han sido pero
que lo niegan, se han esforzado en exponer por qué no procede dicha acusación.
El principal argumento, especialmente de quienes al menos verbalmente están en
la oposición, es que “no están los votos para destituir al Presidente”, o “está
destinada al fracaso”.
Más allá
de que estas últimas afirmaciones puedan ser ciertas, las verdaderas preguntas
parecen ser otras ¿cometió o no las infracciones de que se le acusan? ¿Qué
sentido debe tener una acusación de esta naturaleza?
Para
aproximarnos a la respuesta a esta última pregunta parece ser útil recordar un
par de datos históricos.
Durante
los 17 años de la Dictadura cívico militar encabezada por Pinochet, y de la
cual fueron “cómplices civiles”, en la feliz expresión de Piñera, muchos de los
políticos que hoy lo acompañan, el Comité Pro Paz primero, y la Vicaría de la
Solidaridad después, presentaron decenas de miles de recursos de amparo, aun
sabiendo que “estaban destinados al fracaso”, pues “no estaban los votos”, esa
vez en los Tribunales de Injusticia que la dictadura tenía, para ser acogidos.
¿Valió la pena presentarlos?, aun sabiendo de su fracaso. La verdad es que
nadie, o casi nadie –salvo Hermógenes Perez de Arce, Gonzalo Rojas o algún otro
personaje fuera de la historia y totalmente irrelevante hoy- sería capaz de
decir que no se debieron presentar. Por el contrario, el juicio de la historia
valora públicamente la valentía y la consecuencia ética de quienes lo hicieron
y el aporte que al conocimiento y denuncia de las violaciones a los derechos
humanos significaron y significan.
La actual
acusación contra Piñera presenta un extraordinario paralelo con los recursos de
amparo deducidos en dictadura. También se fundamenta en las brutales,
reiteradas y sistemáticas violaciones a los derechos humanos. Y es que, como lo
ha señalado Amnistía Internacional “La
escandalosa respuesta de las fuerzas de seguridad a las protestas sociales que
comenzaron el 18 de octubre, han dejado ya un saldo de 5 personas
muertas a manos de agentes del estado, más de 2300 lesionadas, 220 con trauma
ocular severo. Sumado a esto, la Fiscalía ha registrado más de 1.100 denuncias
por tortura y tratos crueles, inhumanos o degradantes además de, al menos, 70
delitos de carácter sexual cometidos por agentes de seguridad”. Y en cuanto a
responsabilidad del presidente señala “La
intención de las fuerzas de seguridad es clara: dañar a quienes se manifiestan
para desincentivar la protesta, incluso llegando al extremo de usar la tortura
y violencia sexual en contra de manifestantes. En vez de tomar medidas
encaminadas a frenar la gravísima crisis de derechos humanos, las autoridades bajo
el mando del presidente Sebastián Piñera han sostenido su política de castigo
durante más de un mes, generando que más personas se sumen al abrumador número
de víctimas que sigue aumentando cada día.”
Así, acusación
y amparos tienen un sustrato ético común, corresponden a verdaderas
obligaciones morales en el ámbito de la defensa de los derechos humanos. Hoy
como ayer, dicha defensa debe comprender todos los mecanismos que sea posible
implementar, y por supuesto, no puede quedar entregada a las posibilidades de
éxito de la acción deducida. La posibilidad de impunidad, por muy alta que sea,
no resta al imperativo moral que significa defender los derechos humanos.
Por si no
bastara el imperativo ético, la acusación también corresponde a un imperativo
jurídico. El artículo 52 de la Constitución Política señala textualmente.- “Son
atribuciones exclusivas de la Cámara de Diputados: 1) Fiscalizar los actos del
gobierno”. Es decir, la primera función de los diputados es precisamente velar porque
el gobierno cumpla con la ley. Y el cumplimiento más básico, es respetar los
derechos de los habitantes. Así como la existencia de jueces sumisos a la
dictadura no sólo no cambia la naturaleza de los amparos deducidos, sino que
enaltece más su presentación, la existencia de parlamentarios incapaces de cumplir
con sus funciones fiscalizadoras tampoco altera la naturaleza ética y jurídica
de la acusación contra el Presidente.
Y por
último, y por cierto no lo menos importante, la acusación también tiene una
función histórica. Los chilenos hemos aprendido, especialmente después de la
tragedia de la Dictadura, que no debemos olvidar, que es nuestra obligación,
con nosotros y con los que vienen, dejar constancia de los crímenes cometidos.
Mañana, cuando un texto, un video o un museo recuerden los hechos heroicos que
el pueblo de Chile ha protagonizado, también deberá recordar el nombre y las
características de quienes desde el más alto poder no trepidaron en autorizar la
represión, la tortura y el crimen.
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