sábado, 29 de enero de 2022

¿DERECHO DE REBELIÓN EN NUESTRA CONSTITUCIÓN?

 


Fernando García Díaz

 

 

Hace sólo unos días, un grupo de personas, entre las que se encontraba el convencional Hugo Gutiérrez, presentó para una propuesta popular para que la nueva Constitución consagrara expresamente el “Derecho de Rebelión” contra la tiranía. La propuesta causó extrañeza en muchos y desde la derecha por supuesto se criticó severamente. Y por cierto, no es frecuente que una norma jurídica de la envergadura de una constitución consagre explícitamente semejante derecho; pero ello no quiere decir que ello no ocurra.

Como ha pasado con todos los derechos que han ido ampliando las libertades humanas, el de rebelión es también fruto de la larga lucha de los hombres oprimidos en busca de su liberación. Al igual que todos, surge primero en la realidad, en el enfrentamiento material contra el tirano, luego es recogido por algunos pensadores, para sólo más tarde materializarse en textos de contenido jurídico.

En la historia de la humanidad las manifestaciones concretas contra el gobierno dictatorial o tiránico son infinitas, y de ello tenemos constancias desde las rebeliones esclavas en adelante. En nuestro país, la historia del pueblo mapuche es por cierto un ejemplo relevante, pero por supuesto no es la única.

En cuanto a la idea, ella se encuentra desde muy temprano en las más variadas culturas. Así por ejemplo, en Grecia, ya Platón, tratando de la tiranía, expone el derecho del pueblo a luchar contra el tirano y a defenderse de la injusticia. En Roma, Cicerón propone expulsar a los seres que con figura de hombres encubren la crueldad de las bestias, y asegura que la más bella de las acciones es matar a un tirano. En China, tratan el tema Confucio y con mayor claridad su discípulo Mencio, quien, junto con declarar el carácter corruptible del poder, muestran la justicia de una rebelión que precisamente ayude a deponer al rey despótico y a reemplazarlo por un príncipe virtuoso. En el pensamiento cristiano numerosos autores han desarrollado el tema, destacando San Isidoro de Sevilla y Tomás de Aquino en la escolástica medieval. Este último es uno de los que con más detención estructura el ejercicio de este derecho, y dada su importancia en el pensamiento católico, su influencia, también en esta materia aparece como decisiva en muchos momentos. (Si no resultara patético, recordaríamos como anecdótico que la Junta de Gobierno justificó el golpe de estado contra el gobierno legítimo de Allende en el derecho de rebelión, señalando en los bandos 1, y sobre todo 5, que se dan los requisitos establecidos “…a la luz de la doctrina clásica que caracteriza nuestro pensamiento histórico…”, refiriéndose a los señalados precisamente por Tomás de Aquino).

En el pensamiento español encontramos una tradición en defensa del derecho de rebelión, que no sólo se refleja en pensadores como Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Juan de Mariana, Luis de Molina, Pedro de Rivadeneira, Juan Márquez, Diego de Landa; sino incluso en obras del teatro clásico, como Fuenteovejuna, en la que el pueblo mata al comendador Fernán Gómez, personaje cruel y despiadado que abusando de su autoridad oprime a la comunidad. Y cuando el rey ordena investigar los hechos, aún bajo la tortura la situación es siempre la misma. Ante la pregunta “¿Quién mató al comendador?”, la respuesta de todos es “Fuenteovejuna Señor”.

Entre los primeros textos jurídicos que de una u otra manera consagran el derecho de rebelión, está la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, (4 de julio de 1776), que en su párrafo más famoso, aquel en que se señala que sostienen como verdades evidentes que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su creado de ciertos derechos inalienables, que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad… más adelante agrega

 “Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, evidencia el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno …”

Más universal aún resulta la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789. En el artículo 2° de este documento se lee:

“La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescindibles del hombre. Esos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”.

Más explícito aún resulta este derecho en el texto del 24 de junio de 1793. Allí en sus últimos artículos se lee:

Artículo 33. La resistencia a la opresión es la consecuencia de los demás derechos del hombre.

Artículo 34. Hay opresión contra el cuerpo social cuando uno solo de sus miembros es oprimido. Hay opresión contra cada miembro cuando el cuerpo social es oprimido.

Artículo 35. Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada una de sus porciones, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes.

Así como éstas, hay numerosos documentos que, de una u otra manera, reconocen el derecho de rebelión de los pueblos contra la tiranía, que por lo demás es simplemente el ejercicio del legítimo derecho defensa.

Probablemente uno de los más importantes hasta el día de hoy lo constituye la Declaración de los Derechos Humanos suscrita por Naciones Unidas en 1948, en cuyo preámbulo se lee:

“Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremos recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión…”

Como ya lo señalamos, en nuestro país un claro ejemplo en materia de ejercicio real contra la opresión la constituyen los siglos de lucha que logra el pueblo mapuche, enfrentándose primero al invasor europeo y luego al nacional, pero también las múltiples manifestaciones colectivas que llevaron a derrocar la criminal tiranía de Pinochet.

En términos de discurso político. Ya en la primera constitución que tuvo nuestra naciente república se puede leer explícitamente que dicha constitución está “…poniendo a la vista de los hombres libres sus derechos, para que formen el justo concepto de su grandeza, y resistan toda opresión y tiranía”.

Es sin embargo nuestra canción nacional el texto que con mayor claridad ha mantenido. En el primer texto de nuestro himno patrio, con letra de Bernardo Vera y Pintado se lee

El cadalso o la antigua cadena

Os presenta el soberbio español

Arrancad el puñal al tirano

Quebrantad ese cuello feroz.

Por su parte, el segundo texto, que se escribe para

Libertad, invocando tu nombre,

la chilena y altiva nación,

jura libre vivir de tiranos

y de extraña, humillante opresión.

El texto actual insiste precisamente en la lucha contra el opresor. En parte de ella se lee

Que tus libres tranquilos coronen

a las artes, la industria y la paz,

y de triunfos cantares entonen

que amedrenten al déspota audaz.

 

Y por cierto todos hemos cantado:

“…que la tumba serás de los libres

o el asilo contra la opresión…”

 

No incorporar el derecho de rebelión en nuestra constitución no va a hacer menos legítima una rebelión, no va a eliminar el derecho del pueblo a luchar contra la tiranía. Incorporarlo puede hacer más consciente a las autoridades que en definitiva es el pueblo quien les otorga un mandato de representación y que al transformarse en tiranos, el pueblo tiene todo el derecho a rebelarse contra ellos.



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martes, 18 de enero de 2022

"ENVILECIMIENTO" DEL ESPACIO PUBLICO

 


Hace unos días apareció en la sede donde se prepara el nuevo gobierno (La Moneda chica), un rayado haciendo alusión a los presos de la revuelta. Camila Vallejo señaló a la prensa que le parecía legítima esa manera de expresarse. La reacción de la derecha vino de inmediato. Carlos Peña sacó rápidamente una columna en El Mercurio sobre el “Envilecimiento del Espacio Público”, (9 de enero, 2022), en el que, entre otras cosas señalaba “Entre las paredes con grafitis y las bancas antes destinadas a sentarse, se encuentran hoy, a metros de La Moneda, de la universidad, del centro cívico, carpas y habitaciones precarias donde personas movidas por la necesidad han decidido instalarse. No lo hacen con conciencia de ilicitud, sino como quien ejerce un derecho obvio del que se es titular”. Y más adelante agregaba “Porque el espacio público quiere reflejar una memoria común, hay en él estatuas y conmemoraciones; porque en el espacio público se ejercita una condición de igualdad, nadie puede apropiárselo; porque el espacio público quiere expresar virtudes, se lo ordena, se lo limpia y se lo embellece”. Como no podía ser de otro modo, rápidamente surgieron las alabanzas a dicha columna y este pasado domingo 16 de enero, El Mercurio dedicó la portada del suplemento Artes y Letras al tema, entrevistando a 7 “connotados arquitectos” para preguntarles sobre el tema.

 

 

Sin duda que el “Envilecimiento del Espacio Público” merece más de una reflexión, pero si lo queremos hacer en serio, ni lo podemos hacer desde premisas falsas, ni el tema de los rayados es de los más relevantes.

 

Digamos de partida que nada hay más falso que sostener que “…en el espacio público se ejercita una condición de igualdad…”. En verdad nada hay más desigual que la profunda discriminación entre los “espacios públicos” que hay en cualquier lugar de las comunas del rechazo (Vitacura, Lo Barnechea y Las Condes), llenos de parques, jardines, árboles, plazas y aquellos que se dan en las centenares de poblaciones o campamentos pobrísimos que hay en todo Chile, en dónde en el mejor de los casos hay un poco de tierra para que jueguen los niños. El primer gran envilecimiento del espacio público lo constituye la astronómica diferencia entre los espacios públicos de los lugares donde viven los ricos y aquellos en donde viven los pobres. Y aun cuando limitemos el concepto de “espacio público” a calles, plazas o parques del centro de Santiago, -y no hay una explicación racional para hacerlo- tampoco resulta que ese espacio se recorra desde una condición de igualdad, porque la historia vital marca también la percepción que tenemos del mundo exterior. “En mi población no hay árboles”, fue la brutal explicación que dio un muchacho que durante los días del estallido social iniciaba una barricada bajo un árbol en el barrio Lastarria, a una persona que le hacía presente el daño que destruir ese árbol causaba. Un razonamiento paralelo es aplicable cuando se contempla una escultura, una pintura o una obra arquitectónica. No es lo mismo hacerlo desde el conocimiento y la experiencia frecuente de su observación, que desde la ignorancia y la sorpresa.

 

Tampoco es efectivo que el “…espacio público quiere reflejar una memoria común…”. Hoy, tras más de dos años del estallido social, con una Comisión Constituyente paritaria y fuerte presencia ideológica de los pueblos aborígenes, hay más conciencia –que no parece haber llegado a los columnistas de El Mercurio- que más que reflejar una memoria común, lo que hay especialmente en “…estatuas y conmemoraciones…” es una visión segada que ya no resulta compartida por todos. Aquello que durante décadas se presentó como “lo nuestro” bello y valioso en el espacio público, hoy claramente resulta que no es capaz de emocionar ni entusiasmar a cientos de miles de chilenos. Por el contrario, el “envilecimiento” que han provocado los rayados y las distintas manifestaciones de vandalismo, son claramente la muestra más palpable de una verdadera desafección –un “no sentir afecto o estima”- precisamente por esos símbolos o manifestaciones que se presentan en ciertos espacios públicos.

 

Por ello, envilecimiento del Espacio público es también que en él siga vigente una historia que no sólo no reconoce al pueblo como protagonista, sino que simplemente lo niega, lo ha querido olvidar, dejarlo fuera. No hay ni estatuas ni conmemoraciones de sus luchas, de las masacres sufridas, de sus héroes, ni de sus triunfos y derrotas. ¿Dónde están las avenidas o estatuas con nombres de Luis Emilio Recabarren, o Clotario Blest? ¿Dónde los recuerdos a los asesinados durante el “mitín de la carne”, en Plaza Colón, en la Escuela Santa María, en Ranquil, en San Gregorio, en La Coruña? Por el contrario, hay calles o lugares dedicados a Pedro Montt o Roberto Silva Renard, Presidente de la República y militar responsable de la masacre de Santa María de Iquique, respectivamente, y una rotonda destacada recuerda a Edmundo Pérez Zujovic, responsable de la masacre de once pobladores desarmados, incluyendo un bebé de meses, en Puerto Montt, en 1967.

 

Por cierto disminuir significativamente el “envilecimiento” del espacio público deberá ser una tarea más del nuevo gobierno, de la mano de la participación popular organizada. El pueblo no sólo debe abrir las grandes alamedas para transitar por ellas, sino además reconstruirlas para así reconocerse en ellas.

 

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