martes, 16 de abril de 2019

“NOTRE DAME DE PARÍS”, Y NUESTRO PATRIMONIO CULTURAL



Hoy la humanidad amaneció más pobre. Una obra en la que miles de trabajadores dejaron sus mejores esfuerzos, que resistió más de ocho siglos, y que formó parte de la historia del mundo, ayer se incendió. No es París el que perdió, no es Francia, no es la Iglesia Católica, no son las clases dominantes, es la humanidad entera la que surge hoy más pobre, menos bella, más huérfana de historia.

Pero al parecer no todos lo han entendido así. En las redes sociales hemos visto que algunos creen que la pérdida es de la Iglesia Católica, o quieren hacer competir la preocupación por este incendio con la por los niños de Siria, la contaminación ambiental o los incendios forestales. Y no tiene nada de extraño. Durante siglos, quienes han manejado el poder económico y político, no sólo han definido qué es aquello que presenta un valor excepcional para la ciencia, las artes o la historia, en definitiva, qué es patrimonio cultural, sino que lo han hecho en función de su visión del mundo, de su concepción del hombre y de la sociedad, que en definitiva está estrechamente ligada a sus propios y exclusivos intereses. Así, durante siglos, el patrimonio cultural (empleamos la expresión en sentido genérico aun cuando es sólo de la segunda mitad del siglo XX) ha estado constituido por aquellos objetos que sirven o recuerdan a las propias clases privilegiadas, y sobre todo, consolidan su discurso hegemónico. Pinturas o esculturas que adornan sus propios salones, cuentan sus historias, reflejan sus rostros, trajes de sus reyes, uniformes de sus héroes, tenidas y muebles utilizados por sus antepasados. De este modo, han dejado fuera de lo patrimonial a lo que no los representa, y de paso, han impedido -especialmente manteniendo al pueblo en la ignorancia- que otros puedan también disfrutarlo. La “cultura”, en todas sus expresiones y durante siglos, ha sido propiedad de un grupo selecto de las clases privilegiadas, que sin necesidad de realizar trabajo alguno, han podido “cultivarse” y disfrutar del arte y las humanidades.

Si pudiéramos dar una mirada histórica a nuestro propio Museo Histórico, veríamos que hace 50 años en él no estábamos el 90% de los chilenos, que allí sólo había objetos de presidentes, militares o de una aristocracia que había ostentado el poder político, y que sobre todo había ejercido una hegemonía intelectual que lograba imponer, en ese ámbito su propio discurso.

Pero esa hegemonía ideológica la perdieron hace décadas y si ayer se cuestionó en la música (¿se acuerdan del “Canto Nuevo”?. Si, ese que enterró en el baúl de los recuerdos a los Quincheros y al que le abriera la puerta la inmortal Violeta.) hoy se cuestiona en todas sus principales manifestaciones. Es cierto, perdieron la hegemonía ideológica, pero dicha hegemonía no ha sido aun verdaderamente ganada por el pueblo. La lucha es a diario.

Desde una mirada democratizadora del arte, la cultura y el patrimonio cultural ¿Qué debemos hacer? Desde luego valorizar nuestros propios objetos, aquellos que para nosotros, obreros, campesinos, empleados, pobladores, estudiantes, profesionales, artistas, intelectuales, indígenas, poseen un valor excepcional. No es el otro el que ha de decidir. Somos nosotros, los trabajadores manuales o intelectuales quienes debemos definir nuestro propio patrimonio cultural, ese que nos identifica, que conserva nuestros barrios. Y luchar porque sea reconocido como tal.

¿Y respecto de los bienes tradicionalmente culturales, de esos que para algunos comprenden la “alta cultura”, entre los que por cierto está Notre Dame? ¿Debemos despreciarlos? ¿Debemos creer que Notre Dame es sólo una iglesia de la Iglesia? ¿Qué es sólo la iglesia de Napoleón, o de la burguesía francesa? Debemos entregar esa y mil obras más a la ideología de quienes nunca tomaron en sus manos un martillo, y menos una piedra para construirla. ¿Debemos olvidar a esas costureras que con modestísimos recursos crearon esos trajes espléndidos que lució la aristocracia y que hoy se exhiben en nuestro museo? ¿Debemos olvidar a aquellos artesanos que entregaron su vida labrando la piedra, o la madera para que otros gozaron de esos bienes?

Contrario a lo que se puede estimar, hoy las clases dominantes no tienen verdadero interés en la cultura, ni en el patrimonio cultural. Éste sólo interesa cuando económicamente puede ser rentable. Los bienes patrimoniales para ellos hoy son “objetos de inversión” y su mayor importancia se da en “el mercado del arte”, en donde dicho sea de paso, existe la mayor especulación. Si económicamente no es rentable o su protección atenta incluso contra la generación de utilidades, bien merece ser destruido. El Dakar, ese millonario comercio espectáculo de la industria automotriz, dejó más de 100 sitios arqueológicos destruidos en sus dos primeras realizaciones en Chile. (Algo similar ocurrió en Argentina, Bolivia y Perú, sólo que en algunos casos con mayor destrucción). El patrimonio cultural arquitectónico del centro histórico de Santiago, como de muchas otras capitales americanas, ha sido destruido por la industria inmobiliaria, y el turismo desenfrenado cada día afecta más lugares patrimoniales. El tráfico ilícito, que en estricto rigor no preocupa a casi nadie, permite que piezas paleontológicas tan relevantes como las del Pelagornis chilensis terminen en Alemania, la locomotora Junín, continúe en un museo en Inglaterra, luego de ser sacada ilegalmente de Chile, y el robo de patrimonio cultural en museos y lugares públicos alcance dimensiones inimaginables.

Hace ya varias décadas Bertolt Brecht se preguntaba:

“¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?
En los libros aparecen los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?
Y Babilonia, destruida tantas veces,
¿quién la volvió siempre a construir?
¿En qué casas de la dorada Lima vivían los constructores?
¿A dónde fueron los albañiles la noche en que fue terminada la Muralla China?
La gran Roma está llena de arcos de triunfo.
¿Quién los erigió?
……………………”

Y allí, en las “Preguntas de un obrero que lee”, está la verdadera respuesta.

Fernando García Díaz

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