jueves, 17 de enero de 2019

MIS ENCUENTROS CON VICTOR JARA


Fernando García Díaz



“Yo no canto por cantar,
ni por tener buena voz.
Canto porque la guitarra
tiene sentido y razón”
VICTOR JARA


Como niño, de izquierda (a mis 10 años era ferviente allendista en la campaña de 1964) me encontré con Víctor Jara un día cualquiera, escuchando su música. No recuerdo cuándo ni dónde, (debe haber sido en Linares o Villa Alegre) pero ya en la segunda mitad de los años 60, estaba entre aquellos cantantes favoritos, que solía escuchar, más bien sólo, pues la gran mayoría de los amigos de mi edad tenían intereses musicales de otra naturaleza. Así, canciones como “El arado”, “El cigarrito”, “Que alegre son las obreras”, y más tarde “Te recuerdo Amanda”, “Plegaria del Labrador” y muchas otras, se fueron haciendo parte de mi juventud, parte de mi historia.
En 1969 viajé por unos días a Santiago y aproveché de ir al teatro. No era mucho lo que en Linares teníamos sobre la materia, y me gustaba ver, y algo había hecho a nivel de colegio. (Después, preso en el Campo de Concentración de Chacabuco, pude recibir algunas clases de actuación con Gonzalo Palta, actor, director, dramaturgo, fundador del Ictus, y uno de los fundadores de la Escuela de Teatro de Concepción, y de expresión corporal con Gastón Baltra M. bailarín del Ballet Nacional Chileno y del Ballet Popular, ambos presos políticos igual que yo). Lo cierto es que en esa oportunidad fui a ver, si no recuerdo mal en el teatro Antonio Varas, la obra “Viet Rock”, de Megan Terry, de la que Víctor Jara era su director, que cambió definitivamente mi visión del teatro y del ballet.
Encerrado en los cánones sencillos de una ciudad pequeña, sin universidad, aún sin televisión en mi familia, y con el provincianismo acentuado de una zona agrícola, en la que el profesor Hernán Ramírez Necochea, recordará años después haber encontrado los últimos vestigios del inquilinaje colonial, mi visión del teatro, (no así de la literatura y la pintura, cuyas manifestaciones más contemporáneas eran más fáciles de conocer), era limitadísima, y la del ballet, no sólo limitada, sino más bien borrosas, pues con seguridad venía desde algunas discutibles películas de Hollywood, pues hasta ese momento no había visto nunca ballet en vivo.
Viet Rock, la obra dirigida por Víctor Jara (y a menudo olvidada), fue un verdadero golpe para mí, el descubrimiento de un mundo absolutamente desconocido, en el que los artistas, los personajes, el vestuario, la escenografía (prácticamente inexistente), todos es nuevo, todo es distinto a lo conocido. Tal fue el impacto, que llegando a mi colegio quise difundir la obra y promover un viaje a Santiago a verla. (Por supuesto dicha propuesta no tuvo mucho éxito).
Y luego me vine a estudiar a Santiago y la política fue parte esencial de mi vida universitaria. Entre el 72 y el 73 vi a Víctor Jara en numerosos actos culturales y políticos. Allí estaba, trabajando al lado de nosotros en los trabajos voluntarios, luego arriba de un escenario, en una noticia en la televisión o en la prensa, brillando como una verdadera estrella, sin mostrarse jamás como tal. Sencillo y solidario como el que más, siempre comprometido.
Y en eso llegó la noche y con ella la muerte. El 11 de septiembre del 73, con 19 años, sin arma alguna y junto a otros compañeros de escuela (en ese entonces estudiaba sociología) fui sacado desde una casa cercana a Av. Matta y llevado por los valientes militares al regimiento Blindado Número 2, en ese entonces en Santa Rosa al llegar a Avenida Matta. Desde allí, arrodillados en el piso de un bus, la cabeza hundida en el asiento y las manos en la nuca, fuimos llevados todos al Estadio Chile (hoy con justísima razón Estadio Víctor Jara). Como las galerías estaban ya llenas de presos, nos dejaron en una entrada lateral. De “guata” como decimos coloquialmente en Chile (de vientre, como traducirían en España), y con las manos en la nuca, nos tuvieron 40 horas aproximadamente, mientras sobre nosotros caminaban los valientes soldados. Y de paso, de noche, nos hicieron levantar las manos y nos robaron anillos y relojes. Con angustia e incertidumbre, pero con el alivio que significa poder cambiar de posición y estirar las piernas, fuimos en un momento trasladados a otra sala del Estadio. Y allí estaba Víctor Jara, de pie, entero, eterno, con la mirada lejana, a escasos metros de nosotros. No conversé con él, como si lo hice con Litré Quiroga, también asesinado horas después. Fue la última vez que lo vi y uno de los últimos que lo vieron. Esa noche fue asesinado.
A principios de este nuevo milenio trabajé un tiempo en el Servicio Médico Legal, en Santiago, en la Unidad de Identificación de Detenidos Desaparecidos. Si, en esa que erró en la identificación de varios y que recibió justas e injustas descalificaciones. Esa en la que, con mínimos recursos, trabajaron médicos, antropólogos, dentistas, administrativos y profesionales, haciendo enormes esfuerzos por mantener vigente un proceso, ponerle rostro y nombre a osamentas encontradas por todo el país, y por el que los diferentes gobiernos habían hecho poco o nada. Entre otras labores, debía relacionarme con los tribunales, en materia de juicios por violaciones a los derechos humanos, que aún con el sistema antiguo de procedimiento, oficiaban cada cierto tiempo solicitando documentos. Un día cualquiera llegó a mi escritorio una copia de un informe de autopsia, solicitado por un tribunal, que yo debía remitir mediante oficio firmado por el director del Servicio. En verdad no lo relacioné, no lo identifiqué. Una compañera de trabajo me lo hizo presente. Allí estaba, en mis manos, el informe de autopsia de Víctor Lidio Jara Martínez, asesinado con 44 impactos de bala.
Publicado en Lavanguardia.cl  https://www.lavanguardia.cl/mis-encuentros-con-victor-jara/ (16.01.2019)


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