sábado, 6 de marzo de 2021

DESIGUALDAD Y VIOLENCIA

 


 

La tarde del jueves 7 de enero del presente año, aproximadamente a las 20,15 horas, en la comuna de Lo Barnechea, al salir de un restaurant, y mientras sacaba el coche de su hija de la maleta del auto, un hombre fue abordado por dos antisociales, que luego de amenazarlo con un arma, le robaron el reloj.

Hasta ahí unos hechos que no parecen tener gran relevancia. Se trataría de un asalto más de los muchos que ocurren cada día. La noticia se divulgó ampliamente en la prensa escrita, pero también en radio y televisión. Había dos elementos que le cambiaban el carácter al hecho y lo transformaban en digno de ser expuesto y divulgado como una noticia destacada. Uno, la víctima era hijo del Presidente de la Confederación Nacional del Transporte de Carga, es decir, de un personaje en el mundo empresarial, y dos, el reloj robado estaba avaluado en unos treinta millones de pesos.

La noticia se publicó en los medios como un simple hecho curioso. Nadie pareció impresionarse por nada. Y sin embargo no lo podemos dejar de recordar sin sentir asco, vergüenza de una sociedad que permite situaciones como ésta.

El 7 de noviembre de 2020, es decir hace casi de 4 meses, se publicó la ley 21.283, que estableció el Ingreso Mínimo para trabajadores mayores de 18 años y menores de 65, en $326.500. Por su parte el Ingreso Mínimo Mensual para trabajadores menores de 18 años y mayores de 65 años se fijó en $243.561. Un par de operaciones matemáticas muy simples nos indican que el reloj robado tenía un valor equivalente a poco más de 91 Ingresos Mínimo para trabajadores entre 18 y 65 años, y 123 Ingresos Mínimos para trabajadores menores de 18 años y mayores de 65. O sea, un trabajador de los primeros debiera trabajar más de 7 años y medio para reunir el valor del reloj y un anciano de más de 65 años, debiera hacerlo por más de 10 años.

La desigualdad social ha sido una realidad en nuestra cultura occidental desde tiempos inmemoriales, y durante siglos se presentó como un hecho natural, prácticamente propio de la condición humana, y por ello, ni siquiera fue considerado un problema. En el mejor de los casos, una alternativa para ejercer la “caridad cristiana” sin cuestionarse mucho sobre las causas de esa desigualdad, y menos plantearse la posibilidad de disminuirla.  Prácticamente recién con las revoluciones del año 1848 en Europa la “cuestión social” se transforma en un tema político digno de ser tomado en cuenta; la Comuna de París, en 1872 y el desarrollo de las ideas socialistas, empiezan a motivar la preocupación de los sectores dominantes de la sociedad por el tema, más preocupados en verdad por el temor a perder sus privilegios que por mejorar las condiciones de vida de la inmensa mayoría de las personas.

En nuestro país los ideales de justicia social parecen emerger con la Sociedad de la Igualdad, y luego las luchas de los obreros agrupados en las mancomunales, federaciones y sindicatos las van poniendo en el espacio social, y partidos como el Radical y Democrático en el siglo XIX, y más tarde Comunista a comienzos del XX, las empiezan a difundir como ideales políticos.

Chile es hoy uno de los países más desiguales del mundo. Mientras una pequeña minoría goza de los mismos privilegios que pueden tener hoy un millonario de un país desarrollado, la inmensa mayoría de las personas viven con una calidad de vida inaceptable, hacinados en habitaciones de 30 0 40 metros, con sueldos que no les permiten llegar a fin de mes, endeudados con el sistema financiero o peor aún, con prestamistas privados, sin acceso a una salud medianamente digna, sin derecho a la vivienda, con pensiones (o la amenaza de pensiones) miserables. Y la pobreza económica en que viven millones en nuestro país, no es resultado ni de la pobreza del país, ni de la flojera de sus trabajadores, es lisa y llanamente resultado de un modelo económico impuesto a sangre y fuego, mediante el cual, por un lado la mayoría trabajadora perdió los derechos sociales que con luchas y esfuerzos de casi un siglo –y miles de muertos de por medio- se habían ido configurando y por otra, la minoría dueña de los grandes capitales se apoderó de la riqueza que el país producía, concentrándolas en una medida que jamás habíamos conocido.

Es precisamente esta profunda desigualdad, acompañada del abuso de las élites económicas y la corrupción de gran parte de la llamada “clase política”, lo que provoca el estallido social del 18 de octubre de 2019. Una movilización social creciente, sobre temas como educación, pensiones, igualdad de género, descentralización territorial, iban dando cuentas de una serie de demandas sociales que un gobierno inepto, pero por sobre todo, parte de la élite económica que explotaba a la gran mayoría de los trabajadores, fue incapaz de entender. La total ausencia de respuestas políticas a las demandas sociales, y más aún, con una serie de frases provocadoras que reflejaban el absoluto desconocimiento de la realidad que vivían millones de chilenos, subieron los niveles colectivos de frustración, e hicieron que de pronto éstos explotaran con unos grados de violencia para muchos inexplicables, y tan claramente amenazantes de la estabilidad política, que llevaron a que aquella derecha que se había negado sistemáticamente a realizar cambios profundos, aceptara ir a un plebiscito para cambiar la Constitución de la dictadura.

Un año más tarde, esa misma derecha entendió tan poco de lo que estaba pasando que creyó poder paralizar las demandas sociales mediante una burda propaganda basada en el miedo, que llamaba a votar Rechazo. El resultado fue contundente. Casi el 80% de la ciudadanía manifestaba su esperanza de tener una nueva carta fundamental que permitiera acoger sus justas aspiraciones.

Hoy, transcurridos más de 14 meses desde el estallido social, nada se ha avanzado en disminuir la desigualdad. Por el contrario, con la pandemia de por medio, la desigualdad ha aumentado, y si bien la enfermedad ha logrado mantener bajo cierto control las manifestaciones populares, lo ocurrido en Panguipulli, a raíz del asesinato por Carabineros de un joven malabarista, y el atentado incendiario contra la estatua de Baquedano, dan cuenta que la rabia se mantiene, y puede explotar en cualquier momento.

A fines de la década de los años 30, en la Universidad de Yale, un grupo de psicólogos liderados por J. Dollard expusieron la teoría que la agresión, entendida como el acto dirigido a dañar a otro, otros, algo o aún a sí mismo, es consecuencia directa de la frustración de los esfuerzos de una persona para alcanzar determinados objetivos. Muchas teorías han surgido con posterioridad para explicar la violencia, desde la sociología, la psicología o la antropología, y por cierto los planteamientos originales de la teoría mencionada han sufrido significativas modificaciones. Pero si recordamos la frase “No son 30 pesos, son 30 años”, que escuchamos y vimos con frecuencia en las masivas manifestaciones contra este modelo neoliberal, sin duda que hay una profunda frustración acumulada. Y es que, “En una sociedad injusta, la violencia es inevitable”, como decía hace algunos días Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, y la nuestra es profundamente injusta.

Este gobierno por su parte, y gran parte de la derecha que lo sostiene, sigue sin entender nada. Los sucesivos intentos por criminalizar el movimiento popular, aquí, como en el mundo mapuche, sólo aseguran que la presión siga subiendo y que cada vez sea más fácil que estalle.


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Santiago 7 de marzo de 2021

 

 

 

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