martes, 19 de marzo de 2019

CRISIS EN LA IGLESIA CATÓLICA, BUSCANDO LAS RAZONES


Fernando García Díaz

En sus casi dos mil años, la Iglesia Católica ha pasado por muy diferentes situaciones a lo largo de su historia. Algunas, negras para la humanidad, como durante la inquisición pontificia en plena Edad Media o la caza de brujas a inicios de la Edad Moderna, otras esencialmente complejas para la propia Iglesia, como durante la Reforma de Lutero. Lo cierto es que, probablemente desde dicha Reforma, nunca antes había sido tan cuestionada como hoy y nunca había estado tan en riesgo su poder. Cientos de sacerdotes, obispos o cardenales sancionados como pederastas, abusadores sexuales o encubridores de tales, miles de víctimas, cientos de millones de dólares pagados y una opinión pública que la condena con toda su fuerza. Y todo eso, en un escenario que crece día a día.

La Iglesia católica chilena, pequeñas, local y de mínima importancia a nivel general, no sólo está inserta en este escenario, sino que ha contribuido de manera significativa a su creación. Y es que hoy la Iglesia chilena, sin lugar a dudas, vive su peor momento, y sin que se vea una salida en el horizonte. Por el contrario, cuando ya creíamos que nada podía ser peor, una nueva denuncia, un nuevo caso, más dramático que el anterior, vuelve a golpearla.

Hay más de ciento cincuenta sacerdotes denunciados por delitos de abusos sexuales, muchas veces actuando impunemente durante décadas, y que representan a las más variadas orientaciones dentro de la propia Iglesia. Desde el más puro representante de la élite política y empresarial, Karadima, a seguramente el principal símbolo nacional de la caridad cristiana, Poblete, o a quien durante décadas fue una verdadera insignia de la defensa de los derechos humanos frente a la dictadura, Prech.

Pero si las decenas de sacerdotes denunciados causan escándalo, más aún lo hace una estructura de obispos y cardenales que sistemáticamente ocultaron estos crímenes, obstaculizaron la acción de la justicia, y aún compraron el silencio de algunas de sus víctimas. Durante décadas se asumió como un pecado contra el sexto mandamiento, que bien podía ser perdonado en el confesionario, y si empezaba a generar algún ruido social, se le daba una “segunda”, o “tercera” oportunidad al victimario, trasladándolo de lugar, sin importar los riesgos obvios de que hubiera nuevas víctimas.

Pero esa visión, que con matices se dio también en otros ámbitos, terminó por explotar en la cara de la institución, cuando la sociedad civil asumió que estábamos frente a delitos (no simples pecados) y que su impunidad resultaba intolerable.

Todo esto, por supuesto, ni es casualidad ni obra del demonio, es consecuencia de una estructura social que lo sabía, -tal vez no en su magnitud, pero si en su fenomenología- y que si ayer lo permitió, hoy se levanta, lo denuncia y lo condena. (Por supuesto hay una dosis de cinismo en esta condena hoy radical sobre hechos que de manera importante todos conocíamos y callábamos).

A partir de esta realidad, de este “problema social”, hay dos cuestiones que nos parecen relevantes. ¿Qué llevó a la Iglesia chilena a esta situación? ¿Qué debemos hacer como sociedad civil, frente a esta situación?

Respondiendo a lo primero, a nuestro entender, y para que se llegara a esta situación, se conjugan al menos los siguientes elementos:

Una visión patológica de la sexualidad humana

Si bien desde sus primeros años la Iglesia va adoptando una posición condenatoria de la sexualidad humana, es básicamente a partir de Agustín de Hipona que dicha condena va a adquirir enormes dimensiones, hasta llegar a la actualidad, con manifestaciones rayanas en lo demencial, como el rechazo al uso del condón aún en las personas con VIH, o al uso de mecanismo anticonceptivos aún en familias numerosas y en situaciones de miseria.

Las raíces de la visión de la sexualidad como pecado se han extraído de una selección interesada de textos del Antiguo Testamento (Génesis 38:9, Levíticos 18:22, Romanos 1:27, Gálatas 5:17, etc.) y de doctrinas helénicas tomadas tempranamente por el cristianismo, especialmente el pensamiento estoico, para quien el placer perturbaba la razón humana.

La obsesión por el pecado sexual se manifiesta a lo largo de todos estos siglos, sobre la base de un argumento que desconoce esencialmente la amplitud de perspectivas que tiene la sexualidad humana, (goce y placer propio y del otro, desarrollo de la afectividad, conciencia de la personalidad, entrega afectiva, …) y sólo se le reconoce valor a su función reproductiva, dentro del matrimonio. De esta manera, y como no conducen a la reproducción, se condenan sistemáticamente las conductas sexuales individuales (masturbación), las relaciones sexuales fuera del matrimonio, dentro del matrimonio cuando no están encaminadas a la procreación (la condena al uso de los anticonceptivos es la última manifestación) y por cierto las relaciones homosexuales.  Más aún, el aborto se condenó en sus primeros momentos -Didaché por ejemplo- sólo en la medida que era prueba del pecado sexual (“…no harás abortar a la criatura engendrada en la orgía…).

A lo anterior se debe agregar, mil años más tarde y asociado al mantener íntegramente el patrimonio eclesiástico (y no perderlo por la vía de la herencia) el celibato sacerdotal, que, en cuanto obligación impuesta, constituye un claro atentado contra el derecho humano a constituir una familia y practicar la sexualidad.

De este modo, se conjugan una visión distorsionada de la realidad del ser humano, que ve en la sexualidad y el placer que ella puede ofrecer una razón de pecado y bajeza humana, con una exigencia de vida que no sólo implica una represión a impulsos absolutamente naturales, sino que además genera una profunda soledad afectiva, con una imagen social predicada ñor la propia Iglesia, de cumplimiento de las represiones sexuales proclamadas. Así entonces, no puede extrañar que se reúnan, en ese entorno y bajo ese paraguas social, personas que tienen condición homosexual (y que estiman que ella pasará más desapercibida como consecuencia de la ausencia de mujeres en el clero), con otras con claras perversiones sexuales, cuyo desarrollo, encuentra allí tierra fértil para crecer.

Un clericalismo endiosado, dictatorial y todo poderoso

El segundo elemento a considerar, es una estructura de poder basada en un clericalismo endiosador, dictatorial y todo poderoso, que desde sus diversas alturas, exigió una conducta de obediencia ciega, irreflexiva e incuestionable hacia quienes estaban bajo la jerarquía.

De esta manera, nos encontramos con una jerarquía endiosada, que por un lado dificultaba hasta el infinito las posibilidades de denuncia, y por otra, simplemente encubría los hechos cuando tomaba conocimiento de ellos, sin tener que dar cuenta ante nadie de ello.

Cardenales, obispos y sacerdotes, se acostumbraron a obedecer hacia arriba y ser obedecidos hacia abajo. De este modo, a través de relaciones de poder y dominación, “reinaron” sobre cientos de laicos, a quienes se les impedía cuestionar siquiera la opinión o las conductas de la jerarquía y mucho menos denunciarla cuando eran víctimas o tomaban conocimiento de conductas claramente delictivas. La máxima expresión de este dominio es probablemente la figura del “guía espiritual”, de la que Karadima puede ser el símbolo, y que permitió niveles de manipulación de la conciencia y abuso sexuales en menores y aún en adultos.

Ahora bien, si el poder del papado y del clero en general ha tenido siempre un fuerte carácter absolutista, no es menos cierto que dicha tendencia se empezó a revertir durante los años 60 del siglo pasado, alcanzando sus máximas expresiones democráticas y participativas en el Concilio Vaticano II. La corriente absolutamente dominante, es hoy, en el mundo, resultado esencialmente de la traición a dicho Concilio, llevada adelante básicamente por Juan Pablo II, que persiguió incansablemente a quienes tenían posiciones más democráticas y participativas, como Ernesto Cardenal en Nicaragua, a teólogos como Leonard Boff o Hans Küng, se rodeó de uno de los mayores depredadores sexuales de la iglesia, Marcel Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo y entronizó en las más altas esferas vaticanas y religiosas a representantes del mundo conservador.

En Chile, además, es la respuesta de una élite oligarca y conservadora, a la participativa iglesia que desarrolló durante la dictadura el cardenal Raúl Silva H. y que se manifestaba en comunidades de bases, universitarias, poblacionales, y en una mayor preocupación por la moral social que por la moral sexual.

Un laicado sumiso e irracional

En gran parte consecuencia de ese clericalismo endiosador, es que durante décadas, y todavía respecto de la gran mayoría, tenemos un laicado sumiso, que desarrolló una obediencia ciega, irracional, a sacerdotes y obispos. Un laicado que olvidó (o le hicieron olvidar) lo mismo que en el discurso predicaba, “Iglesia somos todos” y que no tuvo capacidad alguna para cuestionar situaciones que hoy claramente resultan aberrantes. Un laicado que incluso olvidó pensar y para el cual la expresión “rebaño” no dice relación con la protección de un buen “pastor”, sino más bien con la condición de ser dirigido a cualquier parte, sin pensar, sin levantar la cabeza, obedientes como corderos.

Es cierto que podría estimarse que la actual situación de denuncia y conocimiento público de todo esto, tiene su origen en una parte del mundo laico, pero en verdad más que los laicos, son las víctimas las que levantaron la voz y en nuestro país incluso frente a la figura del Papa y denunciaron los delitos cometidos, el encubrimiento de obispos y cardenales, y aún la irracionalidad de un Papa que los trató de mentirosos y calumniadores. A partir de estas denuncias, algunos grupos de laicos, entre los que hoy destaca la Red Laical de Chile, por su espíritu reflexivo y crítico, constituida en mayo de 2018, han denunciado los delitos, y las estructuras de poder que los toleraron y encubrieron

Una sociedad política irresponsable

Y por último, y no es menor, una sociedad política que fue incapaz de dar seguridad a los habitantes, especialmente a sus niños, y a la Iglesia Católica un trato racional y neutral, y por el contrario, reconoció en ella un supuesto poder moral, le otorgó un alto nivel de intangibilidad y le permitió actuar como si no tuviera que responder ante nadie, en definitiva, una sociedad política que irresponsablemente dejó actuar.

De hecho, la actual situación judicial, los procedimientos penales y civiles en curso, no son consecuencia de una sociedad que frente a las aberraciones conocidas actuó de oficio, sino más bien de una sociedad que reaccionó, tardíamente además, ante la denuncia reiterada de las víctimas y la de una prensa que por primera vez les dio acogida a dichas denuncias.

Por eso, una de las cuestiones que más llama la atención en los reiterados análisis que se han efectuado sobre la situación de la Iglesia, en relación con los abusos sexuales, es la falta de cuestionamiento a una sociedad que no sólo permitió que en su seno se desarrollara una institución que cobijó a centenares de delincuentes sexuales, sino que parcialmente la financió, liberándola de impuestos, pagando sacerdotes u obispos en las ramas de las fuerzas armadas, o como profesores de religión en los colegios fiscales, y contribuyó permanentemente al endiosamiento de la jerarquía religiosa, al reconocerle un carácter de autoridad, destacar su participación en eventos estrictamente republicanos y en definitiva entregarles un poder social que no merecían ni les correspondía en un estado laico.

Porque es claro que si hay una responsabilidad directa en la jerarquía eclesiástica, y menor en los laicos, la sociedad política no está libre de esa responsabilidad. Sacerdotes, obispos o cardenales cometieron sus delitos plenamente insertos en nuestra sociedad. Y en definitiva fue ésta, y particularmente el Estado, quien llegó tarde a la protección de los derechos básicos de miles de personas. Porque es el Estado, y particularmente desde el Ministerio de Educación que se debe proteger a los estudiantes, desde el Ministerio del Interior a todos los habitantes, desde el Ministerio Público investigar los delitos y desde el Poder Judicial hacer justicia.

Y hasta hace muy poco, todo eso había fallado, … y por décadas.

Santiago, marzo de 2019.

Más opiniones sobre este tema y otros, en blog del autor
Fernandogarciadiaz2015


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