Fernando García Díaz
“El gran ladrón de museos”
(Interesante juego de estrategia)
El objetivo es evitar que te detecten los avanzados sistemas de
vigilancia del museo, ni los guardias.
Debes evadirlos a ambos para
lograr tus perversos objetivos.
Publicidad Internet
“Mi intensa virtud
no puede permitir que
ocurran tales cosas en un país cristiano”
Thomas de Quincey
Extracto del libro (en preparación), "MuseoRobado. El robo de museos en Chile considerado como una de las bellas artes".
Nada hace pensar, en el robo de las mariposas,
de Hirst, en un acto verdaderamente artístico. Más bien parece ser un acto
desde el vandalismo, desde aquella barbarie que logra comprender que allí
adentro hay algo valioso, pero que es incapaz de disfrutarlo, de apreciarlo, de
valorarlo. Por ello, si bien no se trata de una situación excepcional en cuanto
al robo, sí es destacable la magnitud de lo robado por esta situación.
Fue en el casino de la universidad en donde por
primera vez comenté la categoría de robo de museos considerado como una de las
bellas artes. Era viernes, al anochecer, con el cansancio de toda la semana acumulado
y nadie al parecer había leído a Thomas de Quincey. Hoy quiero suponer que todo
ello influyó en las respuestas, unos
sonrieron con sorna, otros se escandalizaron, y yo, como un idiota, me
enfrasqué en una desagradable discusión, sin ningún destino, como era obvio
desde el comienzo. Todo absurdo. La discusión y las respuestas de mis oyentes.
De partida se trata de un planteamiento serio,
digno de ser considerado por las más altas autoridades del pensamiento. Es,
lejos, la hipótesis más desequilibrante de la criminología chilena de los
últimos 140 años. ¡Y que me perdone Doris y su continuo subcultural! En verdad
en criminología sólo Lombroso es más grande que nosotros; pero él estaba
equivocado.
Nada más irracional que escandalizarse. Estoy y
estaré siempre a favor de la ley, la moral y las buenas costumbres, cualquiera
que ellas sean, y puedo afirmar que el robo de museos es una manera incorrecta
de comportarse, y, probablemente, muy incorrecta. Jamás le diría al ladrón cómo
debe hacerlo para entrar, o el lugar en que se encuentra la obra más valiosa,
como por lo demás es el deber de toda persona honesta y bien intencionada, mi
caso; pero ejecutado el delito, producido el robo, asaltado el museo, ha
llegado la hora del buen gusto y de las Bellas Artes. Tratemos el caso
moralmente antes de producirse, pero ya ocurrido, no es el tiempo de llorar
sobre la leche derramada, es el tiempo del estudio, del análisis estético, o del
antiestético, como han propuesto algunos para el arte moderno. Originalidad, elegancia,
armonía, distinción, forma, simplicidad, riesgo, pureza, color, resultado, simetría,
son todos ellos conceptos que debemos tener presentes al momento de analizar el
robo. ¿O es que sólo el asesinato puede considerarse como una de las Bellas
Artes?
Es cierto que no hay ciencia, sino crítica
del arte, y algunos podrían, honestamente, cuestionar nuestra afirmación, sosteniendo
además que no hay manera de probarla, en términos que sea convincente para
todos. Pero ello sólo es posible desde la superficialidad y la ignorancia, por
eso, hoy, con más reflexión, no nos sorprende la
descalificación y el escándalo. Es propio de los burgueses de Moliere, de quienes,
como el perro de Pavlov, han aprendido a salivar al toque de la campana, sin
esperar si viene o no la carne, de pequeños intelectuales, de aquellos que opinan
y exponen sobre todo, incluyendo aquello de lo que ni siquiera han oído hablar
y a menudo cuando además nadie les ha preguntado; en fin, también de moralistas
principiantes, de esos capaces de afirmar que están “contra la violencia, venga
de donde venga”, como si se fuera lo mismo la violencia de la víctima que la
del victimario y la legítima defensa, consagrada en todos los códigos penales
del mundo, una invención ilegítima e indeseable, o de quienes pueden repetir
hasta el infinito que el fin no justifica los medios, cómo si los medios
pudieran justificarse por si mismos o por otra cosa que no fueran los fines, es
decir, de gente que no piensa, que como ovejas, se deja guiar por frases
ampulosas, llamativas, “políticamente correctas”, pero carentes del más
elemental contenido lógico, y aún así, pretenden dictar cátedra desde la
sabiduría.
Pero esa conducta no puede torcer nuestras
firmes convicciones, esas que sólo poseemos los iniciados en el conocimiento
profundo de la conducta humana, ese que sólo se logra con años de estudios de
la mente y el cuerpo, como la ciencia lo exige, con años de meditación, como la
metafísica cuántica lo requiere. Esos, nosotros, los grandes iniciados, los que
siguiendo a Golbrich nos preguntamos qué? por qué? y cómo?, sabemos que el robo
siempre ha sido una conducta admirada, aún valorada estéticamente cuando
corresponde.
Estimado público. Yo se que aún algunos de Uds.
pueden tener dudas sobre estas afirmaciones, pero tengo la certeza que una vez
les exponga las múltiples evidencias que acreditan la seriedad de mis
planteamientos, sólo podrán asentir, y valorar adecuadamente la genialidad de
ellos, (y por supuesto de este modesto expositor).
Hace ya muchos años yo también tuve sentimientos
encontrados frente a un robo como el descrito al inicio. Chile, como cualquier
país del mundo es una construcción – destrucción social, a la que han
contribuido de manera decisiva los hombres que nacieron y vivieron en este
territorio; pero también los que llegaron de lejanas tierras. De lo que hemos
ido considerando como bienes que poseen un valor excepcional desde el punto de
vista de las ciencias, la historia y las artes, constituyen ellos información
relevante para la reconstrucción de un proceso que no ha sido fácil, y que a
ratos ha logrado ocultar la brutalidad con que se fue desarrollando. El robo de
estos bienes culturales, cualquiera que ellos sean, contribuye al proceso de
fragmentación de la memoria en que Chile y América Latina se han visto
involucrados desde hace ya más de 500 años.
Por un lado, tenía plena conciencia que el
patrimonio cultural es en el presente muchas cosas, y todas ellas importantes
para nuestros pueblos, que constituye la huella de nuestro pasado y el cimiento
desde el cual enfrentar nuestro futuro, que nos permite conocer nuestra
historia, identificarnos y reconocernos, que es parte esencial de nuestra memoria,
que nos da identidad y pertenencia. Más grave aún, estaba (y estoy) convencido
que si desaparece, se va también con él nuestra condición de grupo histórico, identificado con una
tradición y unos valores, y nuestro futuro como pueblo específico. Pero por otro lado, después de un robo, sobre todo si
la pieza me gusta, Mr Hyde triunfaba una vez más, y terminaba por agradecer el
favor que me habían hecho. Y así, con el sabor del placer culpable aún en la
boca, leía completamente la noticia, recorría ávidamente las páginas de la web,
me informaba sobre el autor y su obra, si aún no los conocía, seleccionaba la
mejor imagen de la pieza robada y rápidamente la incluía en mi “MUSEO ROBADO”.
Hoy no tengo “esos” problemas morales, he
entendido que específicamente el robo de museos se encumbra como una obra de
arte en si, como el arte de robar el arte, y alcanza las alturas más sublimes
del arte como acto comunicativo.
Pero sí tengo otros. Así es, tengo que confesar
que aún persisten algunas dudas morales. Y, cuando surgen, mi angustia no es
menor. Es que como dijo el viejo Sócrates, con los problemas morales no se trata de una
insignificancia, sino de cómo debemos vivir. ¿Deberé efectivamente poner determinada pieza en mi Museo? O dicho de
otro modo ¿Habrá sido efectivamente robada? Conozco pintores que han denunciado
falsificaciones de su obra simplemente para que se hable de ellos, “para salir
en la tele”, para que se les considere dignos de ser falsificados, (y por tanto
puedan vender sus obras a mayor precio). ¿No puede un museo denunciar un robo
por iguales o similares consideraciones, y en definitiva para que se le
considere digno de ser robado? Es una inquietud que he mantenido por años, que
crece o disminuye según las circunstancias, y que todavía no he podido
dilucidar.
Hoy he aprendido a seguir al maestro al pié de
la letra. Y no lo hago, desde el simple principio de autoridad. No. Seguirlo es
consecuencia de la más profunda y convincente reflexión filosófica. Hay tres
grandes líneas argumentales, indesmentibles e irrefutables, que me permiten
concluir como lo he hecho, la histórica,
la ética y la lúdica.
La histórica, que aprendimos de la sabiduría
popular, nos recuerda que el robo ha sido mirado y admirado desde hace varios
siglos. Esta sabiduría popular, interpretada de manera magistral por la
sabiduría comercial, esa que escudriña como obtener hasta el último peso del
posible comprador, se manifiesta de múltiples maneras.
Extendida la alfabetización hacia amplios sectores
populares como resultado de las revoluciones burguesas, un nuevo y permanente
público lector empieza a emerger en el mundo cultural, un círculo
extraordinariamente amplio para esos años, que compra y lee. El medio cultural
que más amplía el público lector es el periódico, el gran invento cultural de
la época. Y es en ese medio, donde, abandonando el terror gótico, la literatura
incursiona desde el romanticismo hacia el folletín, el género popular por antonomasia, que más tarde se
va a desarrollar como la esencia misma de la cultura popular, en sus diferentes
facetas, en la radio, la televisión, o las historietas.
En el folletín, en esa literatura por entregas que
inmortalizara a Dumas, Balzac o Stendhal, se producirá la primera verdadera
democratización de la literatura. Por primera vez allí el público se encontrará
en una nivelación casi absoluta. Se trata de textos y novelas cuyos personajes ya
no están en las iglesias o las cortes, sino en el quehacer cotidiano. Por
primera vez los escritores podrán vivir directamente de sus obras y no de
prebendas o pensiones de filántropos i nteresados.
Es en esa literatura democrática, popular, en donde
surge la figura seductora de Rocambole,
personaje literario, creado en el siglo XIX
por Pierre Alexis Ponson du Terrail,
y quien va a dar origen a la tradición literaria de aventureros y ladrones que
mejor dan cuenta de la valoración del robo. Arsenio Lupin, personaje en las
obras de Maurice Leblanc, Fantomás, protagonista de novelas policíacas escritas por Marcel Allain y Pierre
Souvestre y Simon Templar,
El Santo, creado por Leslie
Charteris, no sólo son dignos sucesores del hoy olvidado Rocambole,
sino sus más legítimos herederos. Y todos ellos, personajes de leyenda en la
cultura popular, aparecieron en películas, teatro, televisión y comics. Fue en
su versión de historieta mexicana en que Fantomas, “la amenaza elegante”, y a
quien René Magritte ya había inmortalizado, que millones de lectores lo hicimos nuestro héroe. (Después del robo de “Olympia”
en enero de 2012, Magritte debiera estar con gloria y majestad en el
MuseoRobado de Bélgica). Y si bien en nuestro país la figura de “Santomas”
alcanzó sólo ediciones muy limitadas en la historieta, refleja bastante bien el
ladrón como figura heroica.
Hoy mientras escribimos esto, y si tienes un
hijo, un nieto o un sobrino pequeño, te recomendamos regalarle un “Lego”, (de
"leg godt", en danés "juega bien"), un juguete de la más
famosas fábrica de juguetes armables del planeta. ¿Y qué mejor que “Asalto al
museo” (563 piezas, colección Lego city, Nº 60008)? Ahora, si el regalo es para
adolescentes o mayorcitos, puedes pedir por internet “El gran ladrón de
museos”, juego cuyo objetivo es, según sus propios vendedores “…evitar que te detecten los avanzados
sistemas de vigilancia del museo, ni los guardias. Debes evadirlos a
ambos para lograr tus perversos objetivos”. Y si tu pasión son los juegos on
line, nada mejor que el Robo al Gran Museo, (http://game-game.es/135633/) en el que
puedes participar, como siempre en estos casos, mediante el adecuado uso de un
teclado, para moverte por el interior del Museo, como un ladrón astuto e
inteligente, según la promoción que del juego se hace.
Otra
prueba de todo lo que afirmamos lo da esa maravilla de la sutileza, la finura y
el simbolismo sublimado, que es el cine norteamericano, donde se impone el Ars Gratia Artis, como
dice la MGM. Allí, donde la
evaluación estética del séptimo arte depende de los millones de dólares
recaudados, cada cierto tiempo nos invita a disfrutar de las aventuras que nos
brinda el héroe popular Indiana Jones, saqueador arqueológico inspirado en Hiram
Bingham, saqueador real que gracias a las indicaciones de Agustín Lizárraga, llegó a
Machu Picchu en 1911, de donde se llevó al menos 46.332 piezas a la Universidad de Yale, entre las
que hay momias, restos humanos, ceramios, utensilios y objetos de arte. Si
queremos ser más específicos, el Museo de Historia Natural de Nueva York es la
víctima del robo, en “Robo al Museo”, dirigida por Marvin Chomsky y
protagonizada por Robert Conrad y Donna Mills. Y si de seriales de televisión se trata, siempre profunda,
sutil, perpicaz, sagaz, aguda, (después de todo es de origen norteamericana),
nos ilumina la incisiva y penetrante serial “White Collar”, en la que su
protagonista Neal Caffrey, viene precisamente del mundo de falsificadores y
ladrones de piezas culturales.
Adultos
y buenos lectores, podemos estar dispuestos a disfrutar de las más de 600
páginas que comprende la biografía de René
Alphonse van den Berghe, más conocido como Erik el Belga, audaz megalómano y uno de los más prolíficos
ladrones de arte de Europa
en el siglo XX,
(hoy tranquilo y devoto miembro de la Obra de Dios), o con las
"Confesiones de un ladrón de arte"), (en francés 2006, en alemán
2007) en las que Stéphane Breitwieser
da cuenta de cómo robó 239 obras de arte, valoradas en más de mil
millones de euros, en 172 museos
europeos. Y ni que hablar de las idealizadas
aventuras de piratas, que no son sino ladrones de mar.
Desde lo más profundo de la estética (y para
nosotros todo esto es profundo), lo primero que nos planteamos es saber si a
casi 200 años de las pinturas negras de Goya y casi 100 de “La Fuente”, de M.
Duchamp, aún hay quien crea que la obra de arte para ser tal debe imitar a la
naturaleza, ser bella, o al menos agradable? ¿O estar colgada o expuesta? Si es
así, claramente está equivocado. Incluso un objeto cotidiano, sacado de
contexto o alterado en sus dimensiones, y exhibido de forma provocativa puede
constituirse en una pieza relevante. La obra es tal si es fuente de
conocimiento y de placer estético, si constituye una propuesta de reflexión y
nos entrega una idea, si potencia nuestra sensibilidad y logra emocionarnos, si
ayuda a lograr nociones más exactas de la vida y la muerte. La obra de arte es
obra de la imaginación del artista, es expresión de una sensibilidad que surge a
partir de su particular visión de la realidad. La obra de arte es, en fin, obra
maestra, si perdura en el tiempo y cada vez que se analiza está abierta a
nuevas interpretaciones.
Y que el robo de un museo es una obra de arte,
no nos cabe duda. Implica un proceso reflexivo, elaborado, selectivo, e
imaginativo, que se manifiesta como testimonio de una realidad, que expresa la
libertad del genio, a través de un acto comunicativo, que busca la comprensión
del otro, ya sea el destinatario que encargó el trabajo, el intermediario que
la revenderá o el juez, que juzga una acción definida como típica, antijurídica
y culpable. Desde la
pieza como obra, el robo multiplica la temporalidad de ella, le da nueva
vigencia, nueva vida, la pone y la propone como objeto de nueva perspectiva. Incluso
para quienes transitan por esos “estados alterados de la cultura”, que denuncia
Le Monde Diplomatique, el robo puede ser un claro valor, pues la experiencia
demuestra que la obra de arte robada aumenta
su valor en el mercado, luego cuando es recuperada.
El robo como obra, se perfila también como una
estructura independiente, una entidad significante que puede ser coherente,
autosuficiente, completa y perfecta en sí misma, una nueva realidad sustituyente, capaz de
constituir un nuevo cosmos que busca respuestas a las interrogantes eternas de
la humanidad. El robo como obra desata el intenso deseo de identificación, de protagonismo
y la obra más personal plantea la interpretación más personal como desafío. Un
buen robo exige algo más que un objeto exhibido y un museo sin protección. La
pieza robada, el lugar, el día, la hora, la presencia o no de guardias, de
público, en fin, todo ello permiten vibrar con un hermoso robo. Su simbolismo puede llegar a ser intenso, tal
vez misteriosamente oculto tras una simplicidad aparente. Y si la obra es
significada como grandiosa, si ya escapó de su autor, como el robo de La
Gioconda desde El Louvre, o el del Retrato del Duque de Wellington, desde la
National Galery de Londres, o el de El Huaso y la Lavandera, desde nuestro
modesto Museo Nacional de Bellas Artes, pasa a constituir algo que permanece,
que lejos de circunscribir el horizonte de sentidos que la pieza robada
representa, se proyecta hacia una comprensión del devenir cultural. El arte
contemporáneo se pone al servicio de la reflexión social y por ello, la función del artista, como ha dicho nuestro
San Francisco “Papas Fritas” Tapia “…es influir en la realidad y hacernos
cargos de las problemáticas sociales”. ¡Y todo eso y mucho más nos lo da el
robo de museos!
No olvidemos además que es obligación del
Estado, tanto por disposición constitucional, como por la suscripción de
tratados internacionales, el promover la cultura y el arte, y en este caso,
¡qué duda cabe!, frecuentemente se hacen ingentes esfuerzos por cumplir dichos
compromisos.
(Aunque
si he de ser sincero, -y que mi familia no escuche estas últimas líneas- todas
estas reflexiones surgieron después que estaba ya instalado mi Museo. Porque
como dice Wagensberg “El saber no ocupará espacio, pero lo que es
tiempo…”
¡Y
por dios que he perdido el tiempo en todo esto!).
Gracias
por su atención y buenas tardes.