"¿Qué nos enseña el pasado para entender lo que está sucediendo ante nuestros ojos?
No
todo, pero tal vez algo".
“Fascismos”,
Enzo
Traverso
La II Guerra Mundial empezó,
en Europa, en 1939, cuando Alemania invadió Polonia. Y terminó, también en
Europa, cuando el calendario marcaba el 8 mayo de 1945, en países como Francia,
Reino Unido y Estados Unidos, o el 9 de mayo en la URSS, cuando en Berlín el
mariscal alemán Wilhelm Keitel, firmaba la rendición incondicional ante las
tropas soviéticas. Hace de esto, ochenta años.
En esos casi seis años de
guerra, la humanidad entera pudo conocer el fascismo en su expresión más brutal.
Una Europa destruida, decenas de millones de heridos y mutilados, y sobre todo,
entre 70 y 85 millones de muertos, dejó el conflicto en todo el mundo. Pero los
heridos y muertos no se repartieron al azar. Tratándose de muertos, Francia tuvo
uno 600 mil, Reino Unido unos 450 mil y Estados Unidos unos 420 mil. Entre 24 y
27 millones corrieron por cuenta de la Unión Soviética. Y ello no fue
casualidad.
El 22 de junio de 1941
(pleno verano), comenzó la invasión de la Alemania nazi a la Unión Soviética. Se
trató de la acción militar más grande en la historia de la humanidad, en
soldados y maquinaria bélica. Más de 3,5 millones de soldados alemanes y unos
600 mil de países aliados (Rumania, Finlandia, Hungría Eslovaquia, …), más de
600 mil vehículos motorizados, entre 3.500 y 4.000 tanques y entre 2.700 y 3.000
aviones operativos para el ataque inicial. Los objetivos eran claros, derrotar
a la Unión Soviética en pocas semanas, capturar Moscú, Leningrado y los campos
de petroleros del Cáucaso, adquiriendo recursos naturales, especialmente
petróleo y tierras agrícolas para el Tercer Reich, exterminar o esclavizar a la
población eslava, considerada racialmente inferior por la ideología nazi y
destruir la capacidad militar y el sistema comunista soviético.
Y había antecedentes para que los nazis soñaran
con una rápida victoria sobre la URSS, Dinamarca se rindió en 6 horas, los Países
Bajos (Holanda) en 5 días, Bélgica en 18, y el país mejor armado de esa ápoca,
Francia, en 42 días.
Pero los objetivos nazis
no se cumplieron.
La historia es conocida. La Unión Soviética no sólo no se rindió, su
resistencia fue heroica en prácticamente todo el territorio, alcanzando niveles
épicos inimaginables en algunos lugares, como en Leningrado por ejemplo y en
definitiva el rol de la Unión Soviética y el fracaso del Plan Barbarroja, fueron
decisivos en la derrota del nazismo. Esta verdad es de tal envergadura que, en
términos militares, algunos historiadores describen la guerra en dos capítulos,
“De Berlín a Stalingrado” y “De Stalingrado a Berlín”.
Hoy día, en una conducta
que debiera avergonzar a sus responsables, políticos de occidentes,
especialmente europeos, quieren olvidar precisamente esta verdad y para ello
destruyen esculturas y homenajes a los soviéticos caídos y exageran el rol de
acciones como el día en que los aliados lanzaron la invasión de Normandía, día
D, que si bien constituyó un importante hecho bélico al abrir el segundo frente
a Alemania, tuvo lugar el 6 de junio de
1944, esto es, cuando ya había empezado la derrota de Alemania más de un año y
medio antes, con la derrota de Stalingrado (agosto del 42 a febrero del 43) y
se había profundizado con la derrota en Kursk (junio del 43), esta última, la
mayor batalla de tanques de la historia.
A ochenta años de la derrota del nazismo, una modalidad
particular del fascismo, y conociendo las barbaridades que trajo a la
humanidad, cuesta entender que movimientos de esta naturaleza, con las
particularidades propias de los nuevos tiempos, vuelvan a crecer y a poner en
riesgo la paz y la libertad en muchos países. Pero
lo cierto es que, desde hace varios años, esto está ocurriendo. No es casualidad
que la expresión fascismo, para referirse a determinados grupos políticos sea
hoy de uso frecuente en el mundo del análisis político Ya sea sólo, fascismo, como
parte de un neologismo, neofascismo, post-fascismo, o como expresión
complementada “fascismos del siglo XXI”, lo cierto es que una ideología que
muchos ingenuamente creyeron derrotada al final de la II Guerra Mundial, con la
aniquilación de los gobiernos de Hitler y Mussolini, resurge con nuevas caras.
Si bien el fascismo
clásico fue derrotado en 1945, importantes elementos de su ideología continuaron con los gobiernos de Franco en España y Salazar
en Portugal. Y ya en los años 50 movimientos políticos con nombres como “nacionalismo
identitario”, “derecha radical” o “populismo autoritario” presentaban claros
rasgos fascistas. Por supuesto que si alguien busca hoy una copia, más o menos exacta
de lo que fue el gobierno de Mussolini, o el de Hitler, claramente no la
encontrará en ninguna de las propuestas signadas como “fascistas”. Tampoco
encontrará grandes concentraciones de masas, marchas, uniformes y todo presidido
por esos gigantescos estandartes que tan claramente hablaban de la estética
fascista de los años 30. Lo que hoy encontramos son a sus continuadores.
Ahora si en los años 50 grupos de esa
naturaleza resultaban en ese momento políticamente marginales, es especialmente
desde el 2010 en adelante, luego de la crisis financiera del 2008, cuando el
populismo neofascista empieza a tener fuerza. Lo verdaderamente peligroso de
hoy, es que han adquirido un peso político e ideológico tal que pone en serio
peligro todo lo alcanzado con la lucha de millones de seres humanos durante décadas
y aún siglos, como el derecho a vivir en paz, la democracia, la libertad y los
derechos adquiridos por los trabajadores. Centrados en provocar miedo, postulados
como un nacionalismo excluyente, el rechazo a las minorías y los inmigrantes,
un autoritarismo disfrazado de “defensa de la tradición y sus valores”, y aún
el rechazo a la democracia liberal, se empiezan a constituir en elementos
esenciales de un discurso político dirigido especialmente a sectores populares
carentes de formación y experiencia política. A menudo los discursos contra la
inmigración y con cierta frecuencia también contra la diversidad sexual y el
feminismo, o los musulmanes, y hoy en Estados Unidos contra los latinos especialmente,
constituyen temas esenciales en los planteamientos neofascista. El miedo al
otro, que en la Alemania nazi se centró en el judío y en las supuestas “razas
inferiores”, hoy se ha desplazado hacia nuevos actores.
Las últimas década han conocido figuras como Bolsonaro, Bukele, Trump,
Milei, Abascal y partidos y movimientos políticos como VOX, AfD, Demócrata de
Suecia (hoy también una parte importante del Partido Republicano de EE.UU.) y
otras organizaciones o movimientos de ultraderecha, como Oath Keepers, Proud
Boys, Reichsbürger o Selbstverwalter, que están,
definitivamente emparentados con el fascismo tradicional. Por supuesto que ninguno
de ellos, ni las personas, ni los movimientos o partidos políticos se llaman
fascistas, ni se reconocen como tales, por la carga negativa de la expresión. En
nuestro país ocurre lo mismo. Ni Kaiser ni Kast, ni sus respectivos partidos se
reconocen como fascistas, pero en política, como en todo, las cosas son lo que
son, y no necesariamente lo que de ellas dicen sus propios partidarios.
El fascismo, hoy como ayer, aunque se presenta
como ni de derecha ni de izquierda, es por definición una corriente política de
la extrema derecha, una de cuyas características más visibles es precisamente su
fuerte anticomunismo, militante, violentísimo en el pasado, (Alemania, Italia,
España, Portugal), hoy menos significativo en los lugares donde las ideas
marxistas tienen menos fuerza, pero igual de agresivo en países como Chile, en
donde el PC es un partido relevante en la política nacional.
El fascismo, por supuesto no surge de la nada,
sino al contrario, lo hace siempre bajo determinadas circunstancias, dos de las
cuales se repiten en todos los escenarios. La primera, una crisis económica y/o
política aguda, que muestra una realidad aparentemente sin salida. La segunda,
una incapacidad de la izquierda para ponerle freno al fascismo.
Estas dos circunstancias hacen aún más
peligrosa nuestra realidad.
Aquí, nadie seriamente duda de la existencia de
una crisis política, social y económica. Los partidos políticos y las instituciones
han perdido toda credibilidad. La corrupción, el incumplimiento de las promesas
de campaña, han dado lugar a una falta de confianza como no habíamos conocido
otra en décadas. Las pensiones miserables, una salud cada vez más cara, sueldos
que no permiten llegar a fin de mes, configuran un panorama más que complejo. El
estallido social de 2019, cuyas peticiones aún están sin ser satisfechas en su
mayoría, es un buen ejemplo de todo ello.
La incapacidad de la izquierda, que permitió el
ascenso del fascismo histórico se caracterizó a su vez por dos elementos
esenciales. Por un lado, una fuerte división, que abarcaba partidos y
agrupaciones sindicales y por otro, una izquierda, política y orgánicamente
desarmada, sin un discurso común que le hiciera ver los peligros que presentaba
el fascismo, y las medidas a asumir para enfrentarlo.
A ochenta años desde el triunfo de los aliados sobre
el nazismo, prodigar honor y gloria a quienes lo combatieron y lo derrotaron en
1945, constituye un imperativo moral y un deber histórico y especial atención
nos deben merecer los soldados y el pueblo soviético, que fueron, sin duda,
quienes más aportaron, en sacrificio y en vidas humanas para permitir que el
mundo se viera libre de la bestia fascista.,
Y la mejor manera de hacerlo, es siguiendo su
ejemplo y luchando contra él. La unidad de la izquierda, y de las más amplias fuerzas
democráticas y populares en torno a un programa transformador, que consagre el
derecho de cada país a la libre determinación, que profundice la democracia y
los derechos humanos, que haga frente a los problemas provocados por el
neoliberalismo, como la crisis alimentaria y sanitaria, las migraciones
forzadas, las zonas de sacrificio provocadas por el extractivismo y la
destrucción ambiental, se presentan como elementos esenciales en lo que debe
ser hoy, ochenta años después, nuestra lucha contra el fascismo.
Fernando García Díaz