La
semana laboral comprendida entre los días lunes 20 y viernes 25 de julio de
2020, podría pasar a la historia más reciente de nuestro país, por darse
simultáneamente un estricto y eficiente “control democrático” sobre los tres
poderes clásicos del Estado.
Durante
los 3 primeros días, el Presidente de la República y los parlamentarios más
recalcitrantes de la derecha, se jugaron sus últimas cartas para impedir que el
propio parlamento aprobara un proyecto de ley que golpeaba en su esencia uno de
los pilares básicos del modelo neoliberal impuesto a sangre y fuego por la
dictadura, las Administradoras de Fondos Previsionales, y que era deseado por
alrededor del 80% de la población. La oposición por si sola no tenía los votos suficientes. Así y todo, no lo lograron. Con los votos de la
oposición, pero también de un número relevante de parlamentarios de la coalición gobernante, que esta vez votó contra su propia coalición, se aprobó la norma. Al día siguiente el Presidente anunció que no sólo no
cuestionaría dicha norma de ninguna manera (veto o requerimiento al Tribunal
Constitucional), sino que la promulgaría de inmediato y le dio máxima rapidez.
En
esa misma semana se procedió a la formalización de Martín Pradenas, denunciado
como autor de dos abusos sexuales y tres violaciones, incluyendo la de Antonia
Barra, quien luego de estos hechos se suicidó. El Tribunal de Garantías declaró
prescritos dos de los cinco delitos, sólo inició causa por el delito de
violación de Antonia y a continuación decretó como medida precautoria el
arresto domiciliario del imputado, en su propia casa, medida ampliamente repudiada. Al día siguiente el
tribunal de apelación modificó la resolución y ordenó la prisión preventiva.
En
síntesis, nos parece, en la misma semana, el parlamento aprobó una modificación
constitucional para la que políticamente no le alcanzaba el quorum, el
Presidente de la República aprobó de manera urgente una ley respecto de la cual
hizo todo lo posible por impedirla, y los tribunales superiores de justicia
modificaron una resolución de un tribunal inferior, a todas luces impopular.
Por supuesto nada de
esto fue casualidad. O tal vez la coincidencia de fechas si lo fue, pero nada
más. Y es que desde un tiempo a esta parte ha habido un proceso en marcha que
está marcado por el creciente control democrático de las autoridades y de su quehacer.
Tradicionalmente
el concepto de “control” se ha referido al poder del estado para dominar,
dirigir a las personas, y particularmente a aquellas que, esencialmente por su
carácter de clase, son susceptibles de realizar o han realizado algunas
conductas previamente definidas como “desviadas” por el mismo Estado. La máxima
expresión del “control” estatal lo constituye el sistema penal. En él se
integran, de manera simultánea y con diferentes pero complementarios roles, el
poder ejecutivo, el legislativo y el judicial.
Hace
casi 20 años, David Garland, uno de los sociólogos más prestigiosos en estudio
del delito y la reacción social, publicó un libro, “La cultura del control”,
que casi de inmediato se transformó en indispensable para todo aquel que
quisiera comprender la historia de los últimos 30 años en materia de política
criminal, en el mundo occidental, y muy especialmente en Estados Unidos y Gran
Bretaña.
En
el libro mencionado, el autor muestra cómo desde una política centrada en el
delito como fenómeno complejo, que en lo esencial buscaba investigar en la
sociedad los factores asociados a su génesis, destinar la pena a rehabilitar a
los delincuentes, desarrollar una política criminal que disminuyera los
múltiples factores intervinientes, y que incluso llegó a soñar con la abolición
del sistema penal, se pasó a una visión esencialmente represiva, centrada en el
delincuente, dirigida a combatir factores desencadenantes del delito, sin
importar sus verdaderas causas, especialmente mediante más policía, más
delitos, mayores pena, en definitiva, más represión. En la práctica, su “éxito”
más destacado ha sido aumentar el índice de personas privadas de libertad por
cada 100 mil habitantes, a cifras desconocidas, al menos desde que esos índices
se han registrado. Por supuesto las características de la población penal no han
variado, pobres, negros, jóvenes, …. Esta política, llamada de diferentes
maneras -neoclasicismo, ley y orden- surge desde el movimiento conservador,
encabezado en su momento por Reagan y Thatcher, y se traslada, con variable intensidad,
a diferentes países del mundo. En Chile el cambio también se produjo. Y aunque
no pareció muy notorio, entre otras razones porque la realidad penitenciaria
importa a muy poca gente, se tradujo también en una hemorragia legislativa en
relación nuevos delitos, más penas, más altas, más policías, más cámaras de
vigilancia, más seguridad privada, etc.
Pero este fenómeno del “control”,
esto es, de alguna manera el “dirigir” la conducta de un tercero, hoy parece
abrirse a nuevas perspectivas, y particularmente a una, el control democrático
de nuestras autoridades.
A partir de la
dictadura cívico militar que se impuso en 1973, se inició un proceso de
desprestigio de la política que comprendió todos caminos posibles. Primero fue
el discurso dirigido a desprestigiarla realizado por la dictadura, luego vinieron
gobiernos democráticos, que nada más llegar al poder procedieron a
“despolitizar” a una ciudadanía que venía teniendo una participación relevante,
creciente incluso, desde la primera mitad de los años 80, y cuyas principales
actividades fueron los paros y las manifestaciones contra el Dictador. Paralelamente
se difundía la idea que la mayoría de los problemas eran más bien de naturaleza
“técnica”, y que por tanto sólo los expertos tenían derecho a pronunciarse
sobre múltiples materias. Así, conocimos decenas de “Comisiones de Expertos”. Pero
el mayor desprestigio sin embargo vino desde los propios políticos, que una vez
en el poder, se olvidaron de los requerimientos y necesidades del pueblo, se
dedicaron a administrar un régimen que se habían comprometido a cambiar y todo
ello acompañado de niveles de corrupción como no se recordaban en nuestro país,
en tiempos de democracia.
Sobre el desprestigio de la política La Política y los Partidos Políticos
Todo esto generó un
alejamiento de la política, cuya máxima expresión la constituye el cada vez
menor número de personas que participan de los procesos eleccionarios y de este
modo se fue dando un círculo vicioso, en el que los políticos hacían su
voluntad (sus sueldos son un muy buen ejemplo de ello) y el pueblo (democracia es
el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, en la definición clásica
de A. Lincoln), brillaba por su ausencia.
Pero la paciencia tiene
un límite, y ése, para nuestro “pueblo”, parece haberse acabado claramente el
18 de octubre del año pasado. Por supuesto que ese movimiento no surgió de la
nada. Hay una historia detrás, como la hay en el proceso de control democrático
que hoy comentamos, dentro de la cual el desarrollo de las redes sociales ocupa
uno de los principales lugares (la aprobación de la ley de trasparencia
constituye un hito importante, que aún no logramos utilizar en toda su extensión).
Lo cierto es que hoy, con diferente intensidad, el pueblo empieza a ejercer un
control que no se había visto antes. Hoy, el pueblo observa, y por ello no es
casualidad que la votación parlamentaria que aprobó la ley del 10% se
trasmitiera directamente por la televisión abierta, o que la audiencia de formalización
de Martín Pradenas, trasmitida on line por el Poder Judicial, presentara más de
un millón de conexiones. Pero no sólo observa, manifiesta su voluntad de
múltiples maneras, en las redes sociales, en los caceroleos, en las protestas
en las calles, como lo hemos podido ver en las últimas semanas en prácticamente
todo el país. Y esa voluntad está siendo tan poderosa, que al menos en algunas
oportunidades, como las mencionadas, logra su voluntad.
Por supuesto que todo
esto no asegura ni que se repita, ni menos que se consolide; pero muestra un
camino, y da esperanzas.
Villa Alegre 1 de agosto de 2020
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