Fernando García Díaz
“Todo derecho en el mundo debió ser adquirido por la lucha”
R. von Ihering
Como institución civil, el matrimonio que hoy conocemos, cumple
en lo esencial dos funciones sociales. Por un lado, regula derechos y
obligaciones jurídicas entre los contrayentes y con algunos terceros y por
otro, simboliza la legitimación social de una vida en común, y de la formación
de una familia. Desde luego, en cuanto "matrimonio", carece de relevancia para efectos de la reproducción humana. Basta pensar que en sus líneas generales tiene apenas unos cientos de años, y por un lado hoy hay cientos de millones de niños nacidos fuera de ese matrimonio, y miles de matrimonios sin hijos.
Desde un punto de vista estrictamente
jurídico, las relaciones entre los contrayentes se han ido haciendo más
complejas en las últimas décadas. A las tradicionales regulaciones en materia
de deberes u obligaciones conyugales, parentesco, derechos sucesorios y régimen económico se le han agregado otras, como algunas referidas a la salud y a la toma
de decisiones en esa área. Pero, por otro lado, esta función regulatoria hoy no
parece ser tan relevante para la institución del matrimonio, toda vez que, por
otras vías, -normas sobre convivencia, testamento, contratos, acuerdos de
diversa naturaleza- se puede alcanzar objetivos similares.
Desde un punto de vista simbólico, el
matrimonio ha perdido casi completamente su función “legitimadora”. Y en gran
parte se debe a los profundos cambios que ha habido en la conducta y en la moral sexual de las
personas, incluyendo a las que se reconocen como católicas. Mientras la vida
sexual activa se entendía legítima -especialmente para la mujer- sólo dentro
del matrimonio, resultaba esencial que ésta pudiera exhibir el título que la
autorizaba para ello. Hoy, que ya no es así, nadie – o en verdad muy poca gente-
se preocupa si una pareja que vive en común está legítimamente casada o no. Y
desaparecida la indignante discriminación hacia los hijos nacidos fuera del
matrimonio, éste tampoco tiene una gran relevancia para con ellos, como lo
prueba el que el 75% de los niños inscritos en Chile durante el año 2018,
nacieron fuera del matrimonio([1]).
Es decir, desde un punto de vista
exclusivamente jurídico, pero también simbólico, desde aproximadamente el siglo
III, cuando esta institución empieza a generalizarse como institución aplicable
a todos los miembros de la sociedad, al menos en la cultura de raigambre judeo
cristiano, probablemente nunca el matrimonio había tenido menos valor. La prueba
más palpable de ello es la disminución significativa de matrimonios, la
abundante presencia de parejas que, sin estar casados, “conviven” y el
reconocimiento social a múltiples formas de ser familia.
Y si es así, ¿por qué la comunidad LGBT
mantiene una lucha tan intensa y persistente por obtener la consagración legal
del matrimonio igualitario?
Desde luego, no parece ser por los aspectos
propiamente jurídicos que hemos mencionado, pues buena parte de ellos están
consagrados en la regulación del “acuerdo de unión civil”. La verdadera
preocupación es por su valor simbólico, ese que precisamente ha perdido en las
parejas que lo tienen a su alcance, las de heterosexuales.
Y esto tiene relación con la situación de discriminación
y rechazo que, especialmente los homosexuales, por ser los más visibles, han
experimentados desde hace siglos.
Y en verdad no puede extrañar que la reacción
contra la homofobia, con las características criminales que ha mantenido esta
última durante siglos, se manifieste con fuerza inusitada, y a veces en
lenguaje y demandas aparentemente incomprensible. En esta línea, por ejemplo,
se presenta la fiesta del “orgullo gay”, (o fiesta del orgullo LGBT hoy día) que,
todos los años, constituye una verdadera provocación visual y auditiva a
quienes los discriminan. En estricto rigor, si por orgullo entendemos un
sentimiento de satisfacción por los logros, capacidades o méritos propios, no parece razonable
sentirse orgulloso de ser LGBT, como tampoco de ser heterosexual, pues en
verdad no hay mérito alguno en ser o pertenecer a lo uno o lo otro. Distinto
es, como efectivamente ocurre, que lo que simbólicamente se releva, y a menudo
provocativamente en estas fiestas, es el hecho que nadie debe avergonzarse por
razones de su sexualidad, que toda persona posee una dignidad intrínseca,
cualquiera sea su condición, orientación o identidad sexual.
En esa perspectiva, el matrimonio igualitario
es un objetivo, de respeto, de triunfo de esa dignidad pisoteada por siglos, de
conquista de la igualdad. No importa si va a ser utilizado o no, si pocas o
muchas parejas LGBT van a contraer ese vínculo, lo relevantes es que esté, al
igual que para los heterosexuales, al alcance de todos, que efectivamente sea
“igualitario”.
Permitir el matrimonio entre personas del
mismo sexo, en cuánto unión civil, jurídicamente reconocida y respaldada por el
estado, constituye parte del proceso de ampliación y desarrollo de las ideas
laicas de igualdad y libertad que simbólicamente estallaran con la Revolución
Francesa. Y es que hacerlo constituye precisamente un acto de valoración de la
libertad no solo de elegir a quien amar, con quien compartir nuestra vida
sexual, sino también con quien comprometernos públicamente a formar una
familia, así como de valoración de la igualdad con que hombres y mujeres
debemos enfrentar nuestra vida afectiva.
Lo importante es que esta sociedad, que
durante siglos legalmente los discriminó, los persiguió, y aún los criminalizó
y asesinó, hoy les reconozca la misma dignidad y condición que a los
heterosexuales, desde una de las instituciones más tradicionales, que por
siglos les estuvo prohibida.
Como lo hemos dicho en otras oportunidades, el matrimonio entre dos personas del mismo sexo es hoy una realidad
legal en muchos países del mundo, incluyendo varios de esa que Martí llamara “Nuestra
América”, y en un tiempo más, también será una realidad en el nuestro. Cuánto
“más” será ese tiempo, depende en gran medida de que la mayoría de los chilenos
lo asumamos como parte de nuestras convicciones éticas y jurídicas, y logremos
hacer que los parlamentarios, teóricamente nuestros representantes, lo consideren
también así. Y para que ello ocurra, la lucha ideológica que significa
argumentar y defender la legitimidad de esta institución, es fundamental. A esa lucha, que es simplemente por la
igualdad, por la libertad, por el respeto a la dignidad de todos los seres
humanos, y por tanto no sólo de los LBGT, sino de todos, queremos contribuir
con un pequeño grano de arena.
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