Una
vez más, este nuevo 8 de marzo, miles de mujeres, estudiantes, trabajadoras,
dueñas de casa, de todas las edades, están en las calles manifestándose por la
igualdad de derechos y particularmente contra el machismo que las discrimina,
agrede y mata.
El
año pasado, mientras se mantenían las manifestaciones feministas, el Ministro
de Educación definía como “pequeña humillación” el que a una alumna el profesor
le preguntara “¿Usted vino a dar una prueba oral o a que la ordeñen?, haciendo
referencia al escote que presentaba.
Probablemente pocas expresiones, al menos de las denunciadas
públicamente por las alumnas de derecho de la Universidad Católica, resultan
más humillantes que esa. Pero a la vez, probablemente pocas frases de un
ministro representan mejor aquello contra lo que se lucha, la deshumanización de la mujer, el
desprecio y la cosificación de ella; pero además, como práctica diaria, como
conducta habitual, sin siquiera percatarse de la naturaleza machista del
discurso empleado. Algo parece haber cambiado desde el año pasado hasta hoy.
Pero no todo. Incluso las más altas autoridades se han permitido chistes, hoy
de un inaceptable machismo. Y el decano de una facultad califica la huelga
femenina como “el colmo del ridículo, por decir lo menos”.
Durante
décadas, las mujeres se han levantado en nuestro país luchando por diferentes
ideales. La mujer trabajadora ha estado codo a codo en las huelgas, en las
marchas por una jornada de ocho horas, por un salario mejor, por el derecho a
la salud, al trabajo. Ayer estuvo luchando por el derecho a voto femenino, que como
sabemos, sólo lo logró, respecto de las elecciones presidenciales y
parlamentarias en 1949. Durante la dictadura, las mujeres fueron las primeras
en rebelarse contra el tirano, las primeras que salieron a la calle preguntado
por sus hijos, sus padres, sus compañeros detenidos.
Hoy,
como pocas veces en la historia de nuestro país, las mujeres se han levantado
con una fuerza imparable para combatir precisamente ese machismo del que diariamente
son víctimas, y que se manifiesta en un continuo de agresiones desde las más obvias
y violentas, quemarlas vivas, arrancarles los ojos, hasta otras más leves o
menos obvias, incluyendo aquellas en que la humillación se desconoce o se
banaliza.
Como en los crímenes de odio (racismo, homofobia,…), la
violencia contra la mujer, esa basada en el género y ejercida en el ámbito de
las relaciones de poder, que históricamente desiguales han caracterizado
nuestra sociedad, tiene un trasfondo ideológico. Es decir, se da en una realidad colectiva construida a partir de la acumulación de
información (verdadera o falsa) que se va integrando de forma más o menos
coherente en la conciencia social, a través de diferentes procesos, que
terminan por legitimar la diferencia, por normalizar el ejercicio del poder
desde la condición de varón. De este modo, esa información, se transforma en
verdad no cuestionada, en realidad indiscutible, que se repite a través de
múltiples elementos de la propia realidad, ya sea a nivel de lenguaje o de
acción.
A nivel de discurso, en la enseñanza
familiar, escolar, religiosa, universitaria incluso; pero no sólo en ellas,
también en los medios de comunicación masivos, en la prensa, en las revistas,
en la conversación cotidiana, en el chiste escuchado a un cercano o a un
profesional de hacer reír, en la radio o la televisión.
Wolf Lepenies, probablemente uno de los sociólogos que más ha estudiado
el influjo de la cultura en la vida política y en la vida cotidiana, da cuenta
con claridad meridiana de un aspecto muy poco destacado por el mundo
intelectual, precisamente el rol de los intelectuales en la entrega de un
sustrato ideológico que justifica las peores atrocidades contra el “otro”,
cualquiera que éste sea. Como dice este autor, “Antes de que haya habido
muertos en las batallas y torturados en los campos de prisioneros, se había
destruido al enemigo en libros, panfletos, y numerosas reuniones en las
universidades y academias”.
Así, antes que las mujeres quemadas, asesinadas, despreciadas en la
realidad, han sido quemadas, asesinadas, despreciadas en los discursos
legitimadores de nuestra realidad.
Ahora bien, ante un mundo de mujeres asesinadas, quemadas, destrozadas o
a quienes se les arrancaron los ojos, necesariamente surgen preguntas
relevantes ¿Cómo y quién ha construido esa realidad social que permite que en
muy diferentes ciudades de esta cultura occidental, se puedan cometer estos
crímenes que poseen ese común denominador? ¿Quién o quiénes son responsables de
esa cultura del dolor, del terror, del horror?
Si decimos “todos”, en verdad decimos nadie. Pero además no es efectivo.
Porque claramente no todos tenemos el mismo nivel de responsabilidad. ¿Quién o
quiénes son aquellos intelectuales que más incidencia han tenido en la
formación moral e ideológica de nuestra sociedad?
El
derecho nacional, como sistema normativo, ha sido uno de los espacios que claramente
ha consagrado y contribuido a la discriminación y el machismo. “El marido debe
protección a la mujer y la mujer obediencia al marido”, decía el Código Civil.
El Derecho Penal consagraba la impunidad del femicidio para “El marido que en
el acto de sorprender a su mujer infraganti en delito de adulterio, da muerte,
hiere o maltrata a ella y su cómplice…” Hoy las normas penales y civiles han
aminorado su machismo, pero la discriminación aún continúa. La discriminación en
las Isapres, en la administración de la sociedad conyugal, son claros ejemplos
de ello. Pero también la penalización del aborto, o la no penalización del
acoso sexual.
La
lucha por cambiar las normas legales, garantizando verdaderamente la igualdad, debe
constituir uno de los principales esfuerzos.
Pero si el derecho ha tenido un rol legitimador de la discriminación, la
escuela, el liceo, la universidad, no lo han hecho de manera diferente, y la
necesidad de lograr una educación igualitaria, en toda su extensión, sigue
siendo una prioridad.
No debemos olvidar, por otro lado que, los “intelectuales” colectivos
por excelencia, aquellos que desde hace más de 1700 años¸ han sido quienes han
dictado las pautas más generalizadas de conducta, incluyendo las de carácter
jurídico durante siglos y la justificación de ellas, y ante millones de
personas aún lo siguen siendo, son las iglesias cristianas. Son ellas las que
han modelado los patrones de conducta de millones de seres humanos, que han
buscado, o simplemente recibido de ellas los parámetros sobre lo que está bien
y lo que está mal, sobre lo que es legítimo y lo que es
ilegítimo. Directamente, a través del catecismo, de la enseñanza en
los colegios, de la prédica en las misas y en general de las distintas
manifestaciones pedagógicas de la Iglesia, o indirectamente, a través de leyes
promulgadas por la autoridad civil, pero que se inspiran o directamente
obedecen los mandatos de la Iglesia, las Iglesias son responsables de la
discriminación hacia la mujer, y por esa vía, de las conductas que de esa
discriminación se pueden desprender.
Hoy, como ayer, la lucha ideológica es clave. Es necesario tener claras
las ideas, exponerlas y defenderlas, en la casa, en la academia, en el trabajo,
pero también en la calle, con la fuerza de las mayorías, de todas las mujeres
que quieran poner fin a un modelo de sociedad que las discrimina, que las
destruye, que a veces incluso las mata.
Una
vez más, este nuevo 8 de marzo, miles de mujeres, estudiantes, trabajadoras,
dueñas de casa, de todas las edades, estarán en las calles manifestándose por
la igualdad de derechos y particularmente contra el machismo que las discrimina,
agrede y mata.
Y allí debemos estar también nosotros
los varones, pues dicha lucha, también es nuestra.
“A las mujeres que viven en mí,
mi madre, mi hermana,
mi compañera, mis tres hijas, mis nietas”.
8 de marzo de 2019
Fernando García Díaz
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