Fernando
García Díaz
En sus casi dos mil años, la
Iglesia Católica ha pasado por muy diferentes situaciones a lo largo de su
historia. Algunas, negras para la humanidad, como durante la inquisición
pontificia en plena Edad Media o la caza de brujas a inicios de la Edad Moderna,
otras esencialmente complejas para la propia Iglesia, como durante la Reforma
de Lutero. Lo cierto es que, probablemente desde dicha Reforma, nunca antes
había sido tan cuestionada como hoy y nunca había estado tan en riesgo su
poder. Cientos de sacerdotes, obispos o cardenales sancionados como pederastas,
abusadores sexuales o encubridores de tales, miles de víctimas, cientos de
millones de dólares pagados y una opinión pública que la condena con toda su
fuerza. Y todo eso, en un escenario que crece día a día.
La Iglesia católica chilena,
pequeñas, local y de mínima importancia a nivel general, no sólo está inserta
en este escenario, sino que ha contribuido de manera significativa a su
creación. Y es que hoy la Iglesia chilena, sin lugar a dudas, vive su peor
momento, y sin que se vea una salida en el horizonte. Por el contrario, cuando
ya creíamos que nada podía ser peor, una nueva denuncia, un nuevo caso, más
dramático que el anterior, vuelve a golpearla.
Hay más de ciento cincuenta
sacerdotes denunciados por delitos de abusos sexuales, muchas veces actuando
impunemente durante décadas, y que representan a las más variadas orientaciones
dentro de la propia Iglesia. Desde el más puro representante de la élite
política y empresarial, Karadima, a seguramente el principal símbolo nacional
de la caridad cristiana, Poblete, o a quien durante décadas fue una verdadera
insignia de la defensa de los derechos humanos frente a la dictadura, Prech.
Pero si las decenas de
sacerdotes denunciados causan escándalo, más aún lo hace una estructura de
obispos y cardenales que sistemáticamente ocultaron estos crímenes,
obstaculizaron la acción de la justicia, y aún compraron el silencio de algunas
de sus víctimas. Durante décadas se asumió como un pecado contra el sexto mandamiento,
que bien podía ser perdonado en el confesionario, y si empezaba a generar algún
ruido social, se le daba una “segunda”, o “tercera” oportunidad al victimario,
trasladándolo de lugar, sin importar los riesgos obvios de que hubiera nuevas
víctimas.
Pero esa visión, que con
matices se dio también en otros ámbitos, terminó por explotar en la cara de la
institución, cuando la sociedad civil asumió que estábamos frente a delitos (no
simples pecados) y que su impunidad resultaba intolerable.
Todo esto, por supuesto, ni es
casualidad ni obra del demonio, es consecuencia de una estructura social que lo
sabía, -tal vez no en su magnitud, pero si en su fenomenología- y que si ayer
lo permitió, hoy se levanta, lo denuncia y lo condena. (Por supuesto hay una dosis
de cinismo en esta condena hoy radical sobre hechos que de manera importante
todos conocíamos y callábamos).
A partir de esta realidad, de
este “problema social”, hay dos cuestiones que nos parecen relevantes. ¿Qué
llevó a la Iglesia chilena a esta situación? ¿Qué debemos hacer como sociedad
civil, frente a esta situación?
Respondiendo a lo primero, a
nuestro entender, y para que se llegara a esta situación, se conjugan al menos
los siguientes elementos:
Una
visión patológica de la sexualidad humana
Si bien desde sus primeros
años la Iglesia va adoptando una posición condenatoria de la sexualidad humana,
es básicamente a partir de Agustín de Hipona que dicha condena va a adquirir
enormes dimensiones, hasta llegar a la actualidad, con manifestaciones rayanas
en lo demencial, como el rechazo al uso del condón aún en las personas con VIH,
o al uso de mecanismo anticonceptivos aún en familias numerosas y en
situaciones de miseria.
Las raíces de la visión de la sexualidad como pecado se han extraído de una selección interesada de textos del Antiguo Testamento (Génesis 38:9, Levíticos 18:22, Romanos 1:27, Gálatas 5:17, etc.) y de doctrinas helénicas tomadas tempranamente por el cristianismo, especialmente el pensamiento estoico, para quien el placer perturbaba la razón humana.
La
obsesión por el pecado sexual se manifiesta a lo largo de todos estos siglos,
sobre la base de un argumento que desconoce esencialmente la amplitud de
perspectivas que tiene la sexualidad humana, (goce y placer propio y del otro,
desarrollo de la afectividad, conciencia de la personalidad, entrega afectiva,
…) y sólo se le reconoce valor a su función reproductiva, dentro del
matrimonio. De esta manera, y como no conducen a la reproducción, se condenan
sistemáticamente las conductas sexuales individuales (masturbación), las
relaciones sexuales fuera del matrimonio, dentro del matrimonio cuando no están
encaminadas a la procreación (la condena al uso de los anticonceptivos es la
última manifestación) y por cierto las relaciones homosexuales. Más aún, el aborto se condenó en sus primeros
momentos -Didaché por ejemplo- sólo en la medida que era prueba del pecado
sexual (“…no harás abortar a la criatura engendrada en la orgía…).
A lo anterior se debe agregar,
mil años más tarde y asociado al mantener íntegramente el patrimonio
eclesiástico (y no perderlo por la vía de la herencia) el celibato sacerdotal,
que, en cuanto obligación impuesta, constituye un claro atentado contra el
derecho humano a constituir una familia y practicar la sexualidad.
De este modo, se conjugan una
visión distorsionada de la realidad del ser humano, que ve en la sexualidad y
el placer que ella puede ofrecer una razón de pecado y bajeza humana, con una
exigencia de vida que no sólo implica una represión a impulsos absolutamente
naturales, sino que además genera una profunda soledad afectiva, con una imagen
social predicada ñor la propia Iglesia, de cumplimiento de las represiones
sexuales proclamadas. Así entonces, no puede extrañar que se reúnan, en ese
entorno y bajo ese paraguas social, personas que tienen condición homosexual (y
que estiman que ella pasará más desapercibida como consecuencia de la ausencia
de mujeres en el clero), con otras con claras perversiones sexuales, cuyo
desarrollo, encuentra allí tierra fértil para crecer.
Un
clericalismo endiosado, dictatorial y todo poderoso
El segundo elemento a
considerar, es una estructura de poder basada en un clericalismo endiosador,
dictatorial y todo poderoso, que desde sus diversas alturas, exigió una
conducta de obediencia ciega, irreflexiva e incuestionable hacia quienes
estaban bajo la jerarquía.
De esta manera, nos
encontramos con una jerarquía endiosada, que por un lado dificultaba hasta el
infinito las posibilidades de denuncia, y por otra, simplemente encubría los
hechos cuando tomaba conocimiento de ellos, sin tener que dar cuenta ante nadie
de ello.
Cardenales, obispos y
sacerdotes, se acostumbraron a obedecer hacia arriba y ser obedecidos hacia
abajo. De este modo, a través de relaciones de poder y dominación, “reinaron”
sobre cientos de laicos, a quienes se les impedía cuestionar siquiera la
opinión o las conductas de la jerarquía y mucho menos denunciarla cuando eran
víctimas o tomaban conocimiento de conductas claramente delictivas. La máxima
expresión de este dominio es probablemente la figura del “guía espiritual”, de
la que Karadima puede ser el símbolo, y que permitió niveles de manipulación de
la conciencia y abuso sexuales en menores y aún en adultos.
Ahora bien, si el poder del
papado y del clero en general ha tenido siempre un fuerte carácter absolutista,
no es menos cierto que dicha tendencia se empezó a revertir durante los años 60
del siglo pasado, alcanzando sus máximas expresiones democráticas y
participativas en el Concilio Vaticano II. La corriente absolutamente
dominante, es hoy, en el mundo, resultado esencialmente de la traición a dicho
Concilio, llevada adelante básicamente por Juan Pablo II, que persiguió
incansablemente a quienes tenían posiciones más democráticas y participativas,
como Ernesto Cardenal en Nicaragua, a teólogos como Leonard Boff o Hans Küng,
se rodeó de uno de los mayores depredadores sexuales de la iglesia, Marcel
Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo y entronizó en las más altas
esferas vaticanas y religiosas a representantes del mundo conservador.
En Chile, además, es la
respuesta de una élite oligarca y conservadora, a la participativa iglesia que
desarrolló durante la dictadura el cardenal Raúl Silva H. y que se manifestaba
en comunidades de bases, universitarias, poblacionales, y en una mayor
preocupación por la moral social que por la moral sexual.
Un
laicado sumiso e irracional
En gran parte consecuencia de
ese clericalismo endiosador, es que durante décadas, y todavía respecto de la
gran mayoría, tenemos un laicado sumiso, que desarrolló una obediencia ciega,
irracional, a sacerdotes y obispos. Un laicado que olvidó (o le hicieron
olvidar) lo mismo que en el discurso predicaba, “Iglesia somos todos” y que no
tuvo capacidad alguna para cuestionar situaciones que hoy claramente resultan
aberrantes. Un laicado que incluso olvidó pensar y para el cual la expresión
“rebaño” no dice relación con la protección de un buen “pastor”, sino más bien
con la condición de ser dirigido a cualquier parte, sin pensar, sin levantar la
cabeza, obedientes como corderos.
Es cierto que podría estimarse
que la actual situación de denuncia y conocimiento público de todo esto, tiene
su origen en una parte del mundo laico, pero en verdad más que los laicos, son
las víctimas las que levantaron la voz y en nuestro país incluso frente a la
figura del Papa y denunciaron los delitos cometidos, el encubrimiento de
obispos y cardenales, y aún la irracionalidad de un Papa que los trató de
mentirosos y calumniadores. A partir de estas denuncias, algunos grupos de
laicos, entre los que hoy destaca la Red Laical de Chile, por su espíritu
reflexivo y crítico, constituida en mayo de 2018, han denunciado los delitos, y
las estructuras de poder que los toleraron y encubrieron
Una
sociedad política irresponsable
Y por último, y no es menor,
una sociedad política que fue incapaz de dar seguridad a los habitantes,
especialmente a sus niños, y a la Iglesia Católica un trato racional y neutral,
y por el contrario, reconoció en ella un supuesto poder moral, le otorgó un
alto nivel de intangibilidad y le permitió actuar como si no tuviera que
responder ante nadie, en definitiva, una sociedad política que
irresponsablemente dejó actuar.
De hecho, la actual situación
judicial, los procedimientos penales y civiles en curso, no son consecuencia de
una sociedad que frente a las aberraciones conocidas actuó de oficio, sino más
bien de una sociedad que reaccionó, tardíamente además, ante la denuncia
reiterada de las víctimas y la de una prensa que por primera vez les dio
acogida a dichas denuncias.
Por eso, una de las cuestiones
que más llama la atención en los reiterados análisis que se han efectuado sobre
la situación de la Iglesia, en relación con los abusos sexuales, es la falta de
cuestionamiento a una sociedad que no sólo permitió que en su seno se
desarrollara una institución que cobijó a centenares de delincuentes sexuales,
sino que parcialmente la financió, liberándola de impuestos, pagando sacerdotes
u obispos en las ramas de las fuerzas armadas, o como profesores de religión en
los colegios fiscales, y contribuyó permanentemente al endiosamiento de la
jerarquía religiosa, al reconocerle un carácter de autoridad, destacar su
participación en eventos estrictamente republicanos y en definitiva entregarles
un poder social que no merecían ni les correspondía en un estado laico.
Porque es claro que si hay una
responsabilidad directa en la jerarquía eclesiástica, y menor en los laicos, la
sociedad política no está libre de esa responsabilidad. Sacerdotes, obispos o
cardenales cometieron sus delitos plenamente insertos en nuestra sociedad. Y en
definitiva fue ésta, y particularmente el Estado, quien llegó tarde a la
protección de los derechos básicos de miles de personas. Porque es el Estado, y
particularmente desde el Ministerio de Educación que se debe proteger a los
estudiantes, desde el Ministerio del Interior a todos los habitantes, desde el
Ministerio Público investigar los delitos y desde el Poder Judicial hacer
justicia.
Y hasta hace muy poco, todo
eso había fallado, … y por décadas.
Santiago, marzo de 2019.
Más opiniones sobre
este tema y otros, en blog del autor
Fernandogarciadiaz2015
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