“El objetivo es evitar que te
detecten los avanzados sistemas de vigilancia del museo, ni los guardias.
Debes evadirlos a ambos para lograr tus
perversos objetivos”.
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“El gran ladrón de museos”
(Interesante juego de estrategia)
“Mi intensa virtud
no puede permitir que ocurran tales cosas en un país cristiano”
Thomas de Quincey
Señoras y señores:
… Mi proyecto de museo era hasta ese
momento, la simple exhibición de piezas de arte robadas. Tenía material suficiente
para un enorme, completo y complejo museo. Pero algo faltaba. No había logrado
entender la sutileza, impactarme lo suficiente con el acto, valorar la estética
de la ejecución. Y es que mi camino había sido prácticamente solitario, el
último paso en cambio lo hice de la mano del Maestro. Hacía más de 30 años que
lo había leído, pero no lo había sabido valorar. Sólo la sabiduría que pueden
dar los años me permitió abrir los ojos. El robo de museos, que
temporalmente resucita determinadas obras, piezas o artistas, y le añade nuevos
escenarios a sus biografías,
también puede considerarse como una de las Bellas Artes. (Aunque siendo sincero, sólo quien sea capaz
de abrir su mente, ampliar su visión, superar el karma, transitar caminos de
iluminación, alinear sus chacras, entender las siete verdades del Kibalion,
conocer El Secreto y contactarse con el Uno, es digno de ser llamado a
contemplar y comprender la grandeza de la obra, lo que puede hacer que mucho no
comprendan estos planteamientos).
Por cierto no todo es arte. Nada hace pensar, en
el robo de las mariposas, de Hirst, desde el Museo de Arte Contemporáneo([1]),
en un acto verdaderamente artístico. Más bien parece ser un acto desde el
vandalismo, desde aquella barbarie que logra comprender que allí adentro hay
algo valioso, pero que es incapaz de disfrutarlo, de apreciarlo, de valorarlo.
Por ello, si bien no se trata de una situación excepcional en cuanto al robo,
sí es destacable la magnitud de lo robado por esta situación.
Distinta es la situación del robo de la escultura
“La República”, desde la plaza Rubén Darío de Playa Ancha([2]),
y recuperada recientemente junto a 10 esculturas más, o el robo de la espada de
Manuel Bulnes, desde el Museo Histórico Nacional¸ que incluso está filmado, o
el robo desde el Museo Naval de Valparaíso, del que ni siquiera se puede precisar
la fecha exacta([3]), o
robo del Cáliz de oro de los jesuitas, desde el Museo de la Catedral de Santiago([4],)
o el de la obra de Rugendas, El huaso y la lavandera([5]),
que denunciaron unas estudiantes de colegio que no encontraron el cuadro donde
debería estar expuesto, o el robo desde el Archivo Nacional de más de 300 volúmenes de
documentos históricos, durante los años de la dictadura, …
Fue en el casino de la universidad en donde por
primera vez comenté la categoría de robo de museos considerado como una de las
bellas artes. Era viernes, al anochecer, con el cansancio de toda la semana
acumulado y nadie al parecer había leído a Thomas de Quincey. Hoy quiero
suponer que todo ello influyó en las respuestas, unos sonrieron con sorna, otros
se escandalizaron, y yo, como un idiota, me enfrasqué en una desagradable
discusión, sin ningún destino, como era obvio desde el comienzo. Todo absurdo.
La discusión y las respuestas de mis oyentes.
De partida se trata de un planteamiento serio,
digno de ser considerado por las más altas autoridades del pensamiento. Es,
lejos, la hipótesis más desequilibrante de la criminología chilena de los
últimos 140 años. ¡Y que me perdone Doris y su continuo subcultural! En verdad
en criminología sólo Lombroso es más grande que nosotros; pero él estaba
equivocado.
Nada más irracional que escandalizarse. Estoy y
estaré siempre a favor de la ley, la moral y las buenas costumbres, cualquiera
que ellas sean, y puedo afirmar que el robo de museos es una manera incorrecta
de comportarse, y, probablemente, muy incorrecta. Jamás le diría al ladrón cómo
debe hacerlo para entrar, o el lugar en que se encuentra la obra más valiosa,
como por lo demás es el deber de toda persona honesta y bien intencionada, mi
caso; pero ejecutado el delito, producido el robo, asaltado el museo, ha
llegado la hora del buen gusto y de las Bellas Artes. Tratemos el caso
moralmente antes de producirse, pero ya ocurrido, no es el tiempo de llorar
sobre la leche derramada, es el tiempo del estudio, del análisis estético, o del
antiestético, como han propuesto algunos para el arte moderno. Originalidad, elegancia,
armonía, distinción, forma, simplicidad, riesgo, pureza, color, resultado, simetría,
son todos ellos conceptos que debemos tener presentes al momento de analizar el
robo. ¿O es que sólo el asesinato puede considerarse como una de las Bellas
Artes?
Es cierto que no hay ciencia, sino crítica
del arte, y algunos podrían, honestamente, cuestionar nuestra afirmación, sosteniendo
además que no hay manera de probarla, en términos que sea convincente para
todos. Pero ello sólo es posible desde la superficialidad y la ignorancia, por
eso, hoy, con más reflexión, no nos sorprende la
descalificación y el escándalo. Es propio de los burgueses de Moliere, de quienes,
como el perro de Pavlov, han aprendido a salivar al toque de la campana, sin
esperar si viene o no la carne, de pequeños intelectuales, de aquellos que opinan
y exponen sobre todo, incluyendo aquello de lo que ni siquiera han oído hablar
y a menudo cuando además nadie les ha preguntado; en fin, también de moralistas
principiantes, de esos capaces de afirmar que están “contra la violencia, venga
de donde venga”, como si se fuera lo mismo la violencia de la víctima que la
del victimario y la legítima defensa, consagrada en todos los códigos penales
del mundo, una invención ilegítima e indeseable, o de quienes pueden repetir
hasta el infinito que el fin no justifica los medios, cómo si los medios
pudieran justificarse por si mismos o por otra cosa que no fueran los fines, es
decir, de gente que no piensa, que como ovejas, se deja guiar por frases
ampulosas, llamativas, “políticamente correctas”, pero carentes del más
elemental contenido lógico, y aún así, pretenden dictar cátedra desde la
sabiduría.
Pero esa conducta no puede torcer nuestras
firmes convicciones, esas que sólo poseemos los iniciados en el conocimiento
profundo de la conducta humana, ese que sólo se logra con años de estudios de
la mente y el cuerpo, como la ciencia lo exige, con años de meditación, como la
metafísica cuántica lo requiere. Esos, nosotros, los grandes iniciados, los que
siguiendo a Golbrich nos preguntamos qué? por qué? y cómo?, sabemos que el robo
siempre ha sido una conducta admirada, aún valorada estéticamente cuando
corresponde.
Estimado público. Yo se que aún algunos de Uds.
pueden tener dudas sobre estas afirmaciones, pero tengo la certeza que una vez
les exponga las múltiples evidencias que acreditan la seriedad de mis
planteamientos, sólo podrán asentir, y valorar adecuadamente la genialidad de
ellos, (y por supuesto de este modesto expositor).
Hace ya muchos años yo también tuve sentimientos
encontrados frente a robos como los descritos al inicio. Chile, como cualquier
país del mundo es una construcción – destrucción social, a la que han
contribuido de manera decisiva los hombres que nacieron y vivieron en este
territorio; pero también los que llegaron de lejanas tierras. De lo que hemos
ido considerando como bienes que poseen un valor excepcional desde el punto de
vista de las ciencias, la historia y las artes, constituyen ellos información
relevante para la reconstrucción de un proceso que no ha sido fácil, y que a
ratos ha logrado ocultar la brutalidad con que se fue desarrollando. El robo de
estos bienes culturales, cualquiera que ellos sean, contribuye al proceso de
fragmentación de la memoria en que Chile y América Latina se han visto
involucrados desde hace ya más de 500 años.
Por un lado, tenía plena conciencia que el
patrimonio cultural es en el presente muchas cosas, y todas ellas importantes
para nuestros pueblos, que constituye la huella de nuestro pasado y el cimiento
desde el cual enfrentar nuestro futuro, que nos permite conocer nuestra
historia, identificarnos y reconocernos, que es parte esencial de nuestra memoria,
que nos da identidad y pertenencia. Más grave aún, estaba (y estoy) convencido
que si desaparece, se va también con él nuestra condición de grupo histórico, identificado con una
tradición y unos valores, y nuestro futuro como pueblo específico. Pero por otro lado, después de un robo, sobre todo si
la pieza me gusta, Mr Hyde triunfaba una vez más, y terminaba por agradecer el
favor que me habían hecho. Y así, con el sabor del placer culpable aún en la
boca, leía completamente la noticia, recorría ávidamente las páginas de la web,
me informaba sobre el autor y su obra, si aún no los conocía, seleccionaba la
mejor imagen de la pieza robada y rápidamente la incluía en mi “MuseoRobado”.
Hoy no tengo “esos” problemas morales, he
entendido que específicamente el robo de museos se puede encumbrar como una
obra de arte en si, como el arte de robar el arte, y alcanza las alturas más
sublimes del arte como acto comunicativo.
Pero sí tengo otros. Así es, tengo que confesar
que aún persisten algunas dudas morales. Y, cuando surgen, mi angustia no es
menor. Es que como dijo el viejo Sócrates, con los problemas morales no se trata de una
insignificancia, sino de cómo debemos vivir. ¿Deberé efectivamente poner determinada pieza en mi Museo? O dicho de
otro modo ¿Habrá sido efectivamente robada? Conozco pintores que han denunciado
falsificaciones de su obra simplemente para que se hable de ellos, “para salir
en la tele”, para que se les considere dignos de ser falsificados, (y por tanto
puedan vender sus obras a mayor precio). ¿No puede un museo denunciar un robo
por iguales o similares consideraciones, y en definitiva para que se le
considere digno de ser robado? Es una inquietud que he mantenido por años, que
crece o disminuye según las circunstancias, y que todavía no he podido
dilucidar.
Hoy he aprendido a seguir al maestro al pié de
la letra. Y no lo hago, desde el simple principio de autoridad. No. Seguirlo es
consecuencia de la más profunda y convincente reflexión filosófica. Hay tres
grandes líneas argumentales, indesmentibles e irrefutables, que me permiten
concluir como lo he hecho, la histórica, la ética y la lúdica.
La histórica, que aprendimos de la sabiduría
popular, nos recuerda que el robo ha sido mirado y admirado desde hace varios
siglos. Esta sabiduría popular, interpretada de manera magistral por la
sabiduría comercial, esa que escudriña como obtener hasta el último peso del
posible comprador, se manifiesta de múltiples maneras.
Extendida
la alfabetización hacia amplios sectores populares como resultado de las
revoluciones burguesas, un nuevo y permanente público lector empieza a emerger
en el mundo cultural, un círculo extraordinariamente amplio para esos años, que
compra y lee. El medio cultural que más amplía el público lector es el
periódico, el gran invento cultural de la época. Y es en ese medio, donde,
abandonando el terror gótico, la literatura incursiona desde el romanticismo hacia
el folletín, el género popular por antonomasia, que más tarde se
va a desarrollar como la esencia misma de la cultura popular, en sus diferentes
facetas, en la radio, la televisión, o las historietas.
En el
folletín, en esa literatura por entregas que inmortalizara a Dumas, Balzac o
Stendhal, se producirá la primera verdadera democratización de la literatura.
Por primera vez allí el público se encontrará en una nivelación casi absoluta.
Se trata de textos y novelas cuyos personajes ya no están en las iglesias o las
cortes, sino en el quehacer cotidiano. Por primera vez los escritores podrán
vivir directamente de sus obras y no de prebendas o pensiones de filántropos interesados.
Es en esa
literatura democrática, popular, en donde surge la figura seductora de Rocambole, personaje literario, creado en
el siglo XIX por Pierre Alexis Ponson du Terrail, y quien va a dar origen a la tradición
literaria de aventureros y ladrones que mejor dan cuenta de la valoración del
robo. Arsenio Lupin, personaje en las obras de Maurice Leblanc, Fantomás,
protagonista de novelas policíacas escritas por Marcel Allain y Pierre
Souvestre y Simon Templar, El Santo,
creado por Leslie Charteris, no sólo son dignos sucesores del hoy olvidado Rocambole,
sino sus más legítimos herederos. Y todos ellos, personajes de leyenda en la
cultura popular, aparecieron en películas, teatro, televisión y comics. Fue en
su versión de historieta mexicana en que Fantomas, “la amenaza elegante”, y a
quien René Magritte ya había inmortalizado, que millones de lectores lo hicimos
nuestro héroe. (Después del robo de “Olympia” en enero de 2012, Magritte debiera estar con
gloria y majestad en el MuseoRobado de Bélgica). Y si
bien en nuestro país la figura de “Santomas” alcanzó sólo ediciones muy
limitadas en la historieta, refleja bastante bien el ladrón como figura heroica.
Hoy mientras escribimos esto, y si tienes un
hijo, un nieto o un sobrino pequeño, te recomendamos regalarle un “Lego”, (de
"leg godt", en danés "juega bien"), un juguete de la más
famosas fábrica de juguetes armables del planeta. ¿Y qué mejor que “Asalto al
museo” (563 piezas, colección Lego city, Nº 60008)? Ahora, si el regalo es para
adolescentes o mayorcitos, puedes pedir por internet “El gran ladrón de
museos”, juego cuyo objetivo es, según sus propios vendedores “…evitar que te detecten los avanzados
sistemas de vigilancia del museo, ni los guardias. Debes evadirlos a
ambos para lograr tus perversos objetivos”. Y si tu pasión son los juegos on
line, nada mejor que el Robo al Gran Museo, (http://game-game.es/135633/)
en el que puedes participar, como siempre en estos casos, mediante el adecuado
uso de un teclado, para moverte por el interior del Museo, como un ladrón
astuto e inteligente, según la promoción que del juego se hace.
Otra
prueba de todo lo que afirmamos lo da esa maravilla de la sutileza, la finura y
el simbolismo sublimado, que es el cine norteamericano, donde se impone el Ars Gratia Artis, como
dice la MGM. Allí, donde la
evaluación estética del séptimo arte depende de los millones de dólares
recaudados, cada cierto tiempo nos invita a disfrutar de las aventuras que nos
brinda el héroe popular Indiana Jones, saqueador arqueológico inspirado en Hiram
Bingham, saqueador real que gracias a las indicaciones de Agustín
Lizárraga, llegó a Machu Picchu en 1911, de donde se llevó al menos 46.332 piezas a la Universidad de Yale, entre las
que hay momias, restos humanos, ceramios, utensilios y objetos de arte. Si
queremos ser más específicos, el Museo de Historia Natural de Nueva York es la
víctima del robo, en “Robo al Museo”, dirigida por Marvin Chomsky y
protagonizada por Robert Conrad y Donna Mills. Y si de seriales de televisión
se trata, siempre profunda, sutil, perpicaz, sagaz, aguda, (después de todo es
de origen norteamericana), nos ilumina la incisiva y penetrante serial “White
Collar”, en la que su protagonista Neal Caffrey, viene precisamente del mundo
de falsificadores y ladrones de piezas culturales.
Adultos
y buenos lectores, podemos estar dispuestos a disfrutar de las más de 600
páginas que comprende la biografía de René
Alphonse van den Berghe, más conocido como Erik el Belga, audaz megalómano y uno de los más prolíficos
ladrones de arte de Europa en el siglo XX, (hoy tranquilo y devoto miembro de
la Obra de Dios), o con las "Confesiones de un ladrón de arte"), (en
francés 2006, en alemán 2007) en las que Stéphane Breitwieser da cuenta de cómo robó 239 obras de arte,
valoradas en más de mil millones de euros, en
172 museos europeos. (También podemos investigar la biografía de Marion True). Y ni que
hablar de las idealizadas aventuras de piratas, que no son sino ladrones de
mar.
Desde lo más profundo de la estética (y para
nosotros todo esto es profundo), lo primero que nos planteamos es saber si a
casi 200 años de las pinturas negras de Goya y casi 100 de “La Fuente”, de M.
Duchamp, aún hay quien crea que la obra de arte para ser tal debe imitar a la
naturaleza, ser bella, o al menos agradable? ¿O estar colgada o expuesta? Si es
así, claramente está equivocado. Incluso un objeto cotidiano, sacado de
contexto o alterado en sus dimensiones, y exhibido de forma provocativa puede
constituirse en una pieza relevante. La obra es tal si es fuente de
conocimiento y de placer estético, si constituye una propuesta de reflexión y
nos entrega una idea, si potencia nuestra sensibilidad y logra emocionarnos, si
ayuda a lograr nociones más exactas de la vida y la muerte. La obra de arte es
obra de la imaginación del artista, es expresión de una sensibilidad que surge a
partir de su particular visión de la realidad. La obra de arte es, en fin, obra
maestra, si perdura en el tiempo y cada vez que se analiza está abierta a
nuevas interpretaciones.
Y que el robo de un museo es una obra de arte,
no nos cabe duda. Implica un proceso reflexivo, elaborado, selectivo, e
imaginativo, que se manifiesta como testimonio de una realidad, que expresa la
libertad del genio, a través de un acto comunicativo, que busca la comprensión
del otro, ya sea el destinatario que encargó el trabajo, el intermediario que
la revenderá o el juez, que juzga una acción definida como típica, antijurídica
y culpable. Desde la
pieza como obra, el robo multiplica la temporalidad de ella, le da nueva
vigencia, nueva vida, la pone y la propone como objeto de nueva perspectiva. Incluso
para quienes transitan por esos “estados alterados de la cultura”, que denuncia
Le Monde Diplomatique, el robo puede ser un claro valor, pues la experiencia
demuestra que la obra de arte robada aumenta
su valor en el mercado, luego cuando es recuperada.
El robo como obra, se perfila también como una
estructura independiente, una entidad significante que puede ser coherente,
autosuficiente, completa y perfecta en sí misma, una nueva realidad
sustituyente, capaz de constituir un nuevo cosmos que busca respuestas a las
interrogantes eternas de la humanidad. El robo como obra desata el intenso
deseo de identificación, de protagonismo y la obra más personal plantea la
interpretación más personal como desafío. Un buen robo exige algo más que un
objeto exhibido y un museo sin protección. La pieza robada, el lugar, el día, la
hora, la presencia o no de guardias, de público, en fin, todo ello, permite
vibrar con un hermoso robo. Su
simbolismo puede llegar a ser intenso, tal vez misteriosamente oculto tras una
simplicidad aparente. Y si la obra es significada como grandiosa, si ya escapó
de su autor, como el robo de La Gioconda desde El Louvre, o el del Retrato del
Duque de Wellington, desde la National Galery de Londres, pasa a constituir
algo que permanece, que lejos de circunscribir el horizonte de sentidos que la
pieza robada representa, se proyecta hacia una comprensión del devenir
cultural. El arte contemporáneo se pone al servicio de la reflexión social y por ello, la función del artista, como ha dicho nuestro
San Francisco “Papas Fritas” Tapia “…es influir en la realidad y hacernos
cargos de las problemáticas sociales”. ¡Y todo eso y mucho más, nos lo da el
robo de museos!
Y
por ello, mi “Museo Robado” no es sólo una colección de objetos sustraídos y
clasificados, sino un verdadero “museo”, un espacio donde el patrimonio
cultural se protege, se expone y crece en valor cultural. (Aunque si he de ser sincero, todas estas reflexiones
surgieron después que estaba ya instalado mi Museo, y como meras
justificaciones al tiempo invertido. Porque como dice Wagensberg “El saber
no ocupará espacio, pero lo que es tiempo…” ¡Y por dios que he perdido el tiempo en todo
esto!
Gracias
por su atención y buenas noches.
Santiago, abril de 2019
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