Hoy
la humanidad amaneció más pobre. Una obra en la que miles de trabajadores
dejaron sus mejores esfuerzos, que resistió más de ocho siglos, y que formó
parte de la historia del mundo, ayer se incendió. No es París el que perdió, no
es Francia, no es la Iglesia Católica, no son las clases dominantes, es la
humanidad entera la que surge hoy más pobre, menos bella, más huérfana de
historia.
Pero
al parecer no todos lo han entendido así. En las redes sociales hemos visto que
algunos creen que la pérdida es de la Iglesia Católica, o quieren hacer
competir la preocupación por este incendio con la por los niños de Siria, la contaminación
ambiental o los incendios forestales. Y no tiene nada de extraño. Durante
siglos, quienes han manejado el poder económico y político, no sólo han definido
qué es aquello que presenta un valor excepcional para la ciencia, las artes o
la historia, en definitiva, qué es patrimonio cultural, sino que lo han hecho
en función de su visión del mundo, de su concepción del hombre y de la
sociedad, que en definitiva está estrechamente ligada a sus propios y
exclusivos intereses. Así, durante siglos, el patrimonio cultural (empleamos la
expresión en sentido genérico aun cuando la expresión es sólo de la segunda mitad del siglo
XX) ha estado constituido por aquellos objetos que sirven o recuerdan a las
propias clases privilegiadas, y sobre todo, consolidan su discurso hegemónico. Pinturas
o esculturas que adornan sus propios salones, cuentan sus historias, reflejan
sus rostros, trajes de sus reyes, uniformes de sus héroes, tenidas y muebles utilizados
por sus antepasados. De este modo, han dejado fuera de lo patrimonial a lo
que no los representa, y de paso, han impedido -especialmente manteniendo al pueblo en la ignorancia-
que otros puedan también disfrutarlo. La “cultura”, en todas sus expresiones y
durante siglos, ha sido propiedad de un grupo selecto de las clases
privilegiadas, que sin necesidad de realizar trabajo alguno, han podido “cultivarse”
y disfrutar del arte y las humanidades.
Si
pudiéramos dar una mirada histórica a nuestro propio Museo Histórico, veríamos
que hace 50 años en él no estábamos el 90% de los chilenos, que allí sólo había
objetos de presidentes, militares o de una aristocracia que había ostentado el
poder político, y que sobre todo había ejercido una hegemonía intelectual que
lograba imponer, en ese ámbito su propio discurso.
Pero
esa hegemonía ideológica la perdieron hace décadas y si ayer se cuestionó en la
música (¿se acuerdan del “Canto Nuevo”?. Si, ese que enterró en el baúl de los
recuerdos a los Quincheros y al que le abriera la puerta la inmortal Violeta.) hoy
se cuestiona en todas sus principales manifestaciones. Es cierto, perdieron la
hegemonía ideológica, pero dicha hegemonía no ha sido aun verdaderamente ganada
por el pueblo. La lucha es a diario.
Desde
una mirada democratizadora del arte, la cultura y el patrimonio cultural ¿Qué
debemos hacer? Desde luego valorizar nuestros propios objetos, aquellos que
para nosotros, obreros, campesinos, empleados, pobladores, estudiantes, profesionales,
artistas, intelectuales, indígenas, poseen un valor excepcional. No es el otro
el que ha de decidir. Somos nosotros, los trabajadores manuales o intelectuales
quienes debemos definir nuestro propio patrimonio cultural, ese que nos
identifica, que conserva nuestros barrios. Y luchar porque sea reconocido como
tal.
¿Y
respecto de los bienes tradicionalmente culturales, de esos que para algunos
comprenden la “alta cultura”, entre los que por cierto está Notre Dame? ¿Debemos
despreciarlos? ¿Debemos creer que Notre Dame es sólo una iglesia de la Iglesia?
¿Qué es sólo la iglesia de Napoleón, o de la burguesía francesa? Debemos
entregar esa y mil obras más a la ideología de quienes nunca tomaron en sus
manos un martillo, y menos una piedra para construirla. ¿Debemos olvidar a esas
costureras que con modestísimos recursos crearon esos trajes espléndidos que
lució la aristocracia y que hoy se exhiben en nuestro museo? ¿Debemos olvidar a
aquellos artesanos que entregaron su vida labrando la piedra, o la madera para
que otros gozaron de esos bienes?
Contrario
a lo que se puede estimar, hoy las clases dominantes no tienen verdadero
interés en la cultura, ni en el patrimonio cultural. Éste sólo interesa cuando económicamente
puede ser rentable. Los bienes patrimoniales para ellos hoy son “objetos de
inversión” y su mayor importancia se da en “el mercado del arte”, en donde
dicho sea de paso, existe la mayor especulación. Si económicamente no es
rentable o su protección atenta incluso contra la generación de utilidades,
bien merece ser destruido. El Dakar, ese millonario comercio espectáculo de la
industria automotriz, dejó más de 100 sitios arqueológicos destruidos en sus
dos primeras realizaciones en Chile. (Algo similar ocurrió en Argentina,
Bolivia y Perú, sólo que en algunos casos con mayor destrucción). El patrimonio
cultural arquitectónico del centro histórico de Santiago, como de muchas otras capitales
americanas, ha sido destruido por la industria inmobiliaria, y el turismo
desenfrenado cada día afecta más lugares patrimoniales. El tráfico ilícito, que
en estricto rigor no preocupa a casi nadie, permite que piezas paleontológicas
tan relevantes como las del Pelagornis chilensis terminen en Alemania, la
locomotora Junín, continúe en un museo en Inglaterra, luego de ser sacada
ilegalmente de Chile, y el robo de patrimonio cultural en museos y lugares
públicos alcance dimensiones inimaginables.
Hace
ya varias décadas Bertolt Brecht se preguntaba:
“¿Quién construyó Tebas, la de las siete
Puertas?
En los libros aparecen los nombres de
los reyes.
¿Arrastraron los reyes los bloques de
piedra?
Y Babilonia, destruida tantas veces,
¿quién la volvió siempre a construir?
¿En qué casas de la dorada Lima vivían
los constructores?
¿A dónde fueron los albañiles la noche
en que fue terminada la Muralla China?
La gran Roma está llena de arcos de
triunfo.
¿Quién los erigió?
……………………”
Y
allí, en las “Preguntas de un obrero que lee”, está la verdadera respuesta.
Fernando García Díaz
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