Fernando García Díaz
“Yo
no canto por cantar,
ni
por tener buena voz.
Canto
porque la guitarra
tiene
sentido y razón”
VICTOR
JARA
Como
niño, de izquierda (a mis 10 años era ferviente allendista en la campaña de
1964) me encontré con Víctor Jara un día cualquiera, escuchando su música. No
recuerdo cuándo ni dónde, (debe haber sido en Linares o Villa Alegre) pero ya
en la segunda mitad de los años 60, estaba entre aquellos cantantes favoritos,
que solía escuchar, más bien sólo, pues la gran mayoría de los amigos de mi
edad tenían intereses musicales de otra naturaleza. Así, canciones como “El
arado”, “El cigarrito”, “Que alegre son las obreras”, y más tarde “Te recuerdo
Amanda”, “Plegaria del Labrador” y muchas otras, se fueron haciendo parte de mi
juventud, parte de mi historia.
En
1969 viajé por unos días a Santiago y aproveché de ir al teatro. No era mucho
lo que en Linares teníamos sobre la materia, y me gustaba ver, y algo había
hecho a nivel de colegio. (Después, preso en el Campo de Concentración de
Chacabuco, pude recibir algunas clases de actuación con Gonzalo Palta, actor,
director, dramaturgo, fundador del Ictus, y uno de los fundadores de la Escuela
de Teatro de Concepción, y de expresión corporal con Gastón Baltra M. bailarín
del Ballet Nacional Chileno y del Ballet Popular, ambos presos políticos igual
que yo). Lo cierto es que en esa oportunidad fui a ver, si no recuerdo mal en
el teatro Antonio Varas, la obra “Viet Rock”, de Megan Terry, de la que Víctor
Jara era su director, que cambió definitivamente mi visión del teatro y del
ballet.
Encerrado
en los cánones sencillos de una ciudad pequeña, sin universidad, aún sin televisión
en mi familia, y con el provincianismo acentuado de una zona agrícola, en la
que el profesor Hernán Ramírez Necochea, recordará años después haber
encontrado los últimos vestigios del inquilinaje colonial, mi visión del
teatro, (no así de la literatura y la pintura, cuyas manifestaciones más
contemporáneas eran más fáciles de conocer), era limitadísima, y la del ballet,
no sólo limitada, sino más bien borrosas, pues con seguridad venía desde
algunas discutibles películas de Hollywood, pues hasta ese momento no había
visto nunca ballet en vivo.
Viet
Rock, la obra dirigida por Víctor Jara (y a menudo olvidada), fue un verdadero
golpe para mí, el descubrimiento de un mundo absolutamente desconocido, en el
que los artistas, los personajes, el vestuario, la escenografía (prácticamente
inexistente), todos es nuevo, todo es distinto a lo conocido. Tal fue el
impacto, que llegando a mi colegio quise difundir la obra y promover un viaje a
Santiago a verla. (Por supuesto dicha propuesta no tuvo mucho éxito).
Y
luego me vine a estudiar a Santiago y la política fue parte esencial de mi vida
universitaria. Entre el 72 y el 73 vi a Víctor Jara en numerosos actos
culturales y políticos. Allí estaba, trabajando al lado de nosotros en los
trabajos voluntarios, luego arriba de un escenario, en una noticia en la
televisión o en la prensa, brillando como una verdadera estrella, sin mostrarse
jamás como tal. Sencillo y solidario como el que más, siempre comprometido.
Y
en eso llegó la noche y con ella la muerte. El 11 de septiembre del 73, con 19
años, sin arma alguna y junto a otros compañeros de escuela (en ese entonces
estudiaba sociología) fui sacado desde una casa cercana a Av. Matta y llevado
por los valientes militares al regimiento Blindado Número 2, en ese entonces en
Santa Rosa al llegar a Avenida Matta. Desde allí, arrodillados en el piso de un
bus, la cabeza hundida en el asiento y las manos en la nuca, fuimos llevados
todos al Estadio Chile (hoy con justísima razón Estadio Víctor Jara). Como las
galerías estaban ya llenas de presos, nos dejaron en una entrada lateral. De
“guata” como decimos coloquialmente en Chile (de vientre, como traducirían en
España), y con las manos en la nuca, nos tuvieron 40 horas aproximadamente,
mientras sobre nosotros caminaban los valientes soldados. Y de paso, de noche,
nos hicieron levantar las manos y nos robaron anillos y relojes. Con angustia e
incertidumbre, pero con el alivio que significa poder cambiar de posición y
estirar las piernas, fuimos en un momento trasladados a otra sala del Estadio.
Y allí estaba Víctor Jara, de pie, entero, eterno, con la mirada lejana, a
escasos metros de nosotros. No conversé con él, como si lo hice con Litré
Quiroga, también asesinado horas después. Fue la última vez que lo vi y uno de
los últimos que lo vieron. Esa noche fue asesinado.
A
principios de este nuevo milenio trabajé un tiempo en el Servicio Médico Legal,
en Santiago, en la Unidad de Identificación de Detenidos Desaparecidos. Si, en
esa que erró en la identificación de varios y que recibió justas e injustas
descalificaciones. Esa en la que, con mínimos recursos, trabajaron médicos,
antropólogos, dentistas, administrativos y profesionales, haciendo enormes
esfuerzos por mantener vigente un proceso, ponerle rostro y nombre a osamentas
encontradas por todo el país, y por el que los diferentes gobiernos habían
hecho poco o nada. Entre otras labores, debía relacionarme con los tribunales,
en materia de juicios por violaciones a los derechos humanos, que aún con el
sistema antiguo de procedimiento, oficiaban cada cierto tiempo solicitando
documentos. Un día cualquiera llegó a mi escritorio una copia de un informe de
autopsia, solicitado por un tribunal, que yo debía remitir mediante oficio
firmado por el director del Servicio. En verdad no lo relacioné, no lo
identifiqué. Una compañera de trabajo me lo hizo presente. Allí estaba, en mis
manos, el informe de autopsia de Víctor Lidio Jara Martínez, asesinado con 44
impactos de bala.
Publicado
en Lavanguardia.cl https://www.lavanguardia.cl/mis-encuentros-con-victor-jara/ (16.01.2019)
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