El 7 de mayo, esto es, en pocos días más, Chile votará por las
nuevas personas que redactarán el texto constitucional que, aprobado en
plebiscito, debiera reemplazar la constitución del dictador, que cincuenta años
después del golpe de estado, aún nos rige.
No nos gustan las limitaciones que se impusieron en el acuerdo
suscrito hace unos meses y que dio origen a este nuevo proceso, ni en materia
de procedimiento ni en materia de contenido. Hubiéramos preferido una asamblea
constituyente plenamente representativa, paritaria, con representación de los
pueblos originarios, en definitiva, más democrática, con una hoja en blanco
sobre la cual el pueblo manifestara libremente, sin trabas, su plena voluntad
soberana. Pero no fue posible. Nos faltó poder político para imponer más
democracia.
Y si no nos gusta el procedimiento que se está llevando a cabo,
ni algunas de las ideas que con seguridad se consagrarán allí, muchos se
preguntan ¿Por qué votar? O ¿por qué no mejor hacerlo en blanco? Por supuesto
las dudas son legítimas. Son muchos los que se hacen esas preguntas. Y algunos
incluso, están derechamente llamando a no votar, a votar en blanco o preferentemente
a votar nulo.
Frente a estas interrogantes lo primero que nos parece relevante
aclarar es que en política las cosas no dependen sólo de la voluntad. Para que
una constitución, o incluso una ley salgan de manera adecuada y efectivamente
contribuyan a mejorar las condiciones de vida de la inmensa mayoría de las personas,
se necesitan al menos tres elementos, buenas ideas, voluntad de llevarlas a
cabo, y poder para hacerlo. Faltando cualquiera de esos elementos no logramos
alcanzar lo que esperábamos. Y eso fue lo que nos pasó con el proyecto anterior.
Si bien los constituyentes progresistas desarrollaron un excelente texto, y
tuvieron la voluntad de hacerlo ley presentándolo para el plebiscito, lo cierto
es que quienes creímos en ellos, quienes anhelábamos un texto como ese o similar,
no tuvimos el poder, la capacidad política para aprobarlo. Perdimos, y por
mucho.
Pero si en el proceso anterior no logramos avanzar todo lo que queríamos,
también es cierto que ahora, aún con todas las limitaciones que esta nueva
alternativa presenta, existen argumentos más que suficientes para llamar a
votar y por supuesto a votar por la izquierda, por una izquierda sin apellidos.
En primer lugar, lo primero y más obvio es que se trata de
eliminar la constitución del dictador. Y ello, como sea, constituye un
importante triunfo político y simbólico de la mayor significación,
especialmente este año, cuando se conmemoran 50 desde el criminal golpe de
estado, y cuando las banderas del fascismo se levantan como nunca había
ocurrido desde el retorno a la democracia.
Pero hay más que eso. Existe
la posibilidad real de lograr avances significativos. Avances que desde luego
dependerán en medida importante de la fuerza que logremos tener para elegir
constituyentes a la nueva convención, pero también para estar en la calle
exigiendo el cumplimiento de las demandas ciudadana.
Hay dos grandes áreas en las que es claro que este nuevo texto
debiera significar avances relevantes sobre el de la dictadura.
En primer lugar y probablemente el más importante sea la
sustitución del rol del Estado. La constitución del dictador consagró en
nuestro país un “estado subsidiario”. En términos simples esto quiere decir que
el Estado puede intervenir sólo en aquellas actividades que el sector privado o
el mercado no pueden realizar. De este
modo, el Estado subsidiario no asegura ni garantiza derechos, ni la protección
social de las necesidades básicas de la población, alimentación, empleo,
educación, jubilaciones, etc., sólo se puede limitar a “suplir” a los privados.
Es precisamente esta concepción del Estado la que entregó a los particulares la
salud, las pensiones, la educación, la vivienda, etc. y le impide hoy al Estado
intervenir en múltiples aspectos. (Y cuando alguien insiste, el Tribunal
Constitucional se en carga de recordar ese rol subsidiario).
La nueva constitución cuyos redactores se eligen el 7 de mayo sanciona,
desde ya, una situación diferente. Entre las “bases” ya consagradas se lee, en el
número cinco “Chile es un Estado social y Democrático
de Derecho, cuya finalidad es promover el bien común; que
reconoce derechos y libertades
fundamentales; y que promueve el desarrollo progresivo de los derechos sociales, con sujeción al principio de responsabilidad fiscal; y a través de instituciones estatales y privadas.”
No es, por supuesto, todo lo que quisiéramos,
no es todo lo que teníamos en el proyecto rechazado, pero es infinitamente más de
lo que actualmente nos rige. Al sancionar al Estado como “social”, estamos precisamente
entregándole a éste la principal función en materia de aseguramiento de
derechos sociales, es decir, dando los primeros pasos para seguir avanzando.
El segundo elemento en que podemos progresar de
manera significativa, precisamente vinculado a lo anterior, se refiere a la
consagración de verdaderos “derechos sociales”. La constitución del dictador,
más que consagrar “derechos” y por tanto entregar facultades a los particulares
para hacerlos exigibles, lo que hacía era consagrar supuestas “libertades”. Y
así como en la historia de Bertolt Brecht el derecho sancionaba al rico como al
pobre por pedir limosna o dormir bajo los puentes, nuestra constitución
permitía al rico como al pobre “elegir” el plan de la Isapre que quería, el
colegio privado que mejor le pareciera, comprarse la casa en el barrio que
estimara o irse de vacaciones a Cancún cuando tuviera ganas.
En esta nueva constitución deberán consagrarse
definitivamente “derechos sociales”, esto es, derechos que permitan asegurar a
las personas condiciones de vida digna, precisamente el principal
requerimiento demandado en aquellos días del estallido social.
Por supuesto que ambos avances no serán
resultado de la generosidad de la derecha, ni de un alma de viejo pascuero que
nunca ha tenido. Como todos los derechos que nuestro pueblo ha conquistado,
incluyendo por cierto el de la jornada de 40 horas, serán resultado de la “lucha
por el derecho”, como nos decía Von Ihering en el siglo XIX. Y no podemos
olvidar que si parte de esa lucha ya se ha ido dando, y la propia derecha sabe
que ya no es posible mantener las mismas condiciones que antes, nos queda
todavía mucho por luchar, muchos espacios por ganar, mucho poder por
conquistar. Y por cierto en estos momentos la lucha política más importantes
está en la batalla por la nueva constitución
Y el último elemento a considerar, y que por sí sólo sería
suficiente para llamar a votar por la izquierda, es que no votar, o votar nulo,
cualquier cosa que se diga, es entregarle más poder a la derecha. Es no solo dejarles
el triunfo en sus manos, con todo lo que eso representa desde el punto de vista
político y simbólico, sino además entregarle más poder, mayores facultades para
que el nuevo texto constitucional tenga menos derechos sociales, menos respeto por
el medio ambiente, menos respeto por los pueblos originarios, …
Y eso, a una derecha no sólo obstruccionista, que trata de
impedir cualquier avance del nuevo gobierno, aquella que rechazó incluso la
idea de legislar sobre nuevos impuestos a los más ricos, sino a una que cada vez
presenta con más fuerzas las nuevas caras del fascismo.
Más bien la campaña se ha dedicado a colores políticos que verdaderamente a lo que nos compete pura politiquería barata 😡😠
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