Oscurecido por un debate ideológico a veces
racional, o al menos con esa apariencia, a menudo olvidamos que el verdadero
argumento de la derecha, aquel que ha permanecido inalterable por más de un
siglo, que se ha esgrimido de manera permanente, pero que ha alcanzado niveles
de fuerza incontenible cuando los riesgos de pérdida de privilegios son más
acuciantes, ha sido el miedo.
El miedo es, por una parte, esa emoción poderosa que
la evolución fue estableciendo en los animales como mecanismo adaptativo; una
manera de ponerlos en alerta, potenciar sus capacidades y permitirles responder
con rapidez y eficacia, ante la percepción de un peligro, real o supuesto. El
miedo, al instante, hace aumenta la presión arterial, el ritmo cardíaco, potencia
los sentidos, aumenta la fuerza muscular, y aún cambia la apariencia de ciertos
animales, de modo que simulan ser más grandes o más poderosos.
Pero el miedo también puede paralizar el organismo,
y en los humanos, impedir o dificultar la capacidad para resolver problemas,
extraer conclusiones o aprender de manera consciente. El miedo dificulta o
impide todo tipo de razonamientos y especialmente el razonamiento lógico o
causal, y nos puede hacer actuar de manera irracional, con tal de escapar o
evitar las situaciones de riesgo, real o supuestas, que provocaron el miedo.
Y ese miedo, el que impide el razonamiento, ha sido
el factor político más presente en la derecha chilena desde hace más de 100
años, ya como motivador de sus propias decisiones, ya como efecto a infundir en
los contrarios. El miedo a la modernidad fue la principal motivación de la
derecha conservador en los siglos XIX y principios del XX, contra la derecha
liberal. Trasmitido especialmente desde una Iglesia que era capaz de condenar
la libertad de pensamiento, de culto, de imprenta y de consciencia, entre
otras, (Sylabus de por medio) el miedo sigue siendo por ejemplo, casi el único
argumento de quienes hoy inventaron una supuesta “ideología de género”, y
esconden su oscurantismo moral bajo la supuesta defensa de la vida, los auto
erigidos como grupos “provida”. El miedo al infierno para unos o el miedo a
terminar con el modo de vida y la civilización occidental para otros. La
familia se acababa si se igualaba la condición de los hijos nacidos dentro o
fuera del matrimonio, luego si se legalizaba el divorcio, y más tarde si se aprobaba
el matrimonio homosexual.
El empleo político y la difusión publicitaria del miedo
llegó a límites hoy inimaginables durante la “campaña del terror”, para las
elecciones presidenciales del año 1964. El Mercurio, con el debido, y hoy
acreditado apoyo de la CIA, lideró una campaña publicitaria en la que se
anunciaba que si ganaba Allende, habría deportaciones masivas de niños a la
URSS, soldados rusos en Chile, quema de iglesias, violaciones de las monjas,
etc.
El miedo tiene una doble perspectiva, actúa hacia partidarios
y contrarios, aunque siempre busca impedir que razonen. A los contrarios busca
paralizarlos, impedir que descubran la verdad y actúen conforme a ella, a los partidarios, justificar lo
injustificable, y si es necesario, transformarlos en verdaderas máquinas de la
tortura y el crimen, como ha ocurrido cada vez que se ha promovido el “exterminio
del cáncer marxista”. En eses sentido, la CIA fue eficientísima en su campaña en
el Chile de la Unidad Popular. Muchos se creyeron la existencia de una Plan Z,
y aún hay algunos que todavía sostienen que en esa época había en Chile 10.000
cubanos armados.
El miedo, primero al estallido social, “… estamos en
guerra”, “un enemigo poderoso que no respeta a nada ni a nadie” y luego a una
nueva constitución que en verdad terminaba para siempre con muchos de sus privilegios, fue parte fundamental
de la campaña que concluyó posibilitando el rechazo a la propuesta constitucional
del 2022 y recientemente el triunfo brutal de la ultraderecha. (Y con el Partido
Republicano alcanzando un triunfo destacado, no hay ninguna duda de que el miedo
seguirá constituyendo el arma política predilecta de la derecha. Después de
todo no es más que seguir el legado de sus antepasados. Pero también el de sus
ídolos. “El verdadero poder es -ni tan siquiera quiero utilizar la palabra- el
miedo”, decía Donald Trump en una entrevista el 31 de marzo de 2016, cuando aún
era candidato a presidente).
Aun cuando hay varios escenarios de miedo, sin duda
uno de los miedos más infundidos desde la derecha, y, el más significativo de
todos, … es el “miedo al comunismo”. Y así ha sido desde hace ya más de un
siglo. Empezado a difundirse de manera masiva con la difusión de la encíclica
Rerun Novarum, en 1891, se acrecienta con el triunfo de la revolución
bolchevique en 1917, y se aplica, ya de manera sistemática en contra de Arturo Alessandri
Palma en la campaña de 1920, a quien se acusa de “tendencias comunistas”, de
tener “simpatía por la revolución rusa”, promover la revolución social y la
lucha de clase, llegando incluso a llamarlo el “Lenin Chileno”. Desde 1922 se dirige
hacia la izquierda en su conjunto, pero ahora preferentemente a través del
Partido Comunista, alcanzando dimensiones especiales durante la dictadura de Ibáñez,
(1927-1931), la campaña presidencial del 48, luego el período de vigencia de la Ley Maldita (1948
– 1958), la campaña presidencial de 1964 (en donde la campaña del terror financiada
por la CIA alcanzó magnitudes demenciales). Durante la dictadura, el anticomunismo
es el único elemento ideológico común a perspectivas tan variadas como el
conservadurismo eclesiástico, el nacionalismo trasnochado y el liberalismo
económico desenfrenado y a la vez el principal mecanismo de deshumanización del
enemigo, requisito esencial para masificar la función de torturador. ¿Se
acuerdan de la campaña del “Si”? Caos, colas, demagogia, estatismo, marxismo, inflación,
desempleo, era lo que nos esperaba si triunfaba el NO.
En
los últimos meses la propagación de dos tipos de miedo ha alcanzado dimensiones
siderales. El miedo a la delincuencia primero, que cuando falta otro mejor sigue
ocupando de manera preferente los lugares de los matinales en la televisión, y
las portadas de El Mercurio o La Tercera y más recientemente el miedo a “quedarnos
sin Isapres”.
En
verdad pocas situaciones políticas han mostrado de manera más palpable la
inmoralidad, la sinvergüenzura, el cinismo de la derecha que esta nueva campaña
del terror.
Como
es sabido, las Isapres llevan años esquilmando a los usuarios, robándoles su
plata con planes abusivos e ilegales. Y cuando la Corte Suprema, cansada de
fallar decenas de miles de casos cada año dicta un fallo con alcances generales,
describiendo el sistema como discriminatorio e inconstitucional y obligándolas
a devolver los dineros que ilegalmente han cobrado por años, sus dueños corren llorando
y pidiendo que el estado las ayude, que las salve, porque de lo contrario el sistema puede
quebrar y todos quedarnos sin Isapres. Y por otro lado, parlamentarios serviles
a sus amos corren para proponer un proyecto de reforma constitucional que en la
práctica significa que se deja el fallo sin efecto, dichas instituciones no
deben pagar nada, y pueden seguir esquilmando a sus usuarios sin problemas.
Esta
nueva campaña del terror, dirigida especialmente a quienes son usuarios del
sistema (en verdad “beneficiarios” no lo son, pues los únicos verdaderamente
beneficiados son los dueños) seguirá intensificándose, amenazando con el caos, la
falta de libertad (¿Cómo si el 85% de los chilenos pudiera efectivamente elegir
el sistema de salud que quisiera?), la ineficacia estatal y un sin número de
otros fantasmas. Y por si fuera poco, “exigiendo” al gobierno que les solucione
el problema.
La
larga historia del uso del miedo como instrumento político nos demuestra que la
derecha no vacila en mentir, mentir y seguir mintiendo para crear miedo, para provocar
terror en las personas y de ese modo llevarlas a actuar de determinada manera,
ya sea en las votaciones, en el quehacer diario o en diferentes circunstancias.
Y esta no es la excepción. Debemos estar alertas, denunciar en todas las instancias
el “carerajismo” que esto significa. Y si es necesario, salir a la calle y
mostrar la fuerza de un pueblo cansado de tanta sinvergüenzura. Hacerlo, es
también luchar por nuestra dignidad.
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