Cada
año, los días 6 y 9 de agosto, la humanidad recuerda los bombardeos atómicos de
las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, en Japón. Esos días, los Estados Unidos
desataron, en instantes, el horror más grande que ha conocido la humanidad.
Como
se ha dicho, el 6 de agosto, a las 8,14 de la mañana era un día asoleado en
Hiroshima, una ciudad que no había sido bombardeada, que estaba absolutamente
intacta, y por tanto era un buen lugar para experimentar los efectos de un arma
de esa naturaleza. A las 8.15 era el infierno.
La
explosión tuvo un efecto similar al de unas 15.000 toneladas de TNT (un Kg de
TNT basta para destruir un automóvil) y generó una onda de calor de más de
4.000 grados en un radio aproximadamente de 4, 5 kilómetro.
Hasta
hoy no existen cifras definitivas sobre cuántos hombres, mujeres y niños
murieron a causa de los bombardeos, ya como consecuencia inmediata de la
explosión, o en las semanas y meses siguientes debido a las heridas provocadas
o a los efectos de la radiación. Los cálculos más conservadores estiman que a
fines de 1945 los muertos podían estimarse en unas 110 mil personas, mientras
que otros estudios llevan esa cifra a los 210 mil.
Los
sobrevivientes no sólo tuvieron que hacerlo con las quemaduras, las
mutilaciones, que marcaron para siempre sus cuerpos, sino también con las
secuelas de la radiación.
Por
otro lado, los efectos psicológicos fueron espantosos, el impacto de la
explosión, el infierno posterior a ella, la perdida de seres queridos, el miedo
a enfermar producto de la radiación, la culpa por no haber podido salvar a los
parientes o amigos que murieron a su lado. A todo ello se debe agregar la
discriminación sufrida producto de su apariencia física (quemaduras, heridas,
perdida de pelo,…) y la creencia, en muchos, que las enfermedades que padecían
podían contagiarse.
Pero
si ese horroroso experimento de guerra Estados Unidos no se ha atrevido a
repetirlo, -varios parlamentarios norteamericanos lo han solicitado- ha
continuado con su política de muerte y exterminio hasta el día de hoy.
Después
de Hiroshima y Nagasaki, primero fue Corea, pero sobre todo Viet Nam, en donde
el uso del napalm, sustancia altamente inflamable y adhesiva, capaz de quemar
toda forma de vida, que arde lentamente, y que puede producir temperaturas
entre 800 y 1200 grados, fue lanzado por miles de toneladas contra la población
y contra la vegetación. La fotografía de Kim Phunc, de 9 años, corriendo
desnuda, quemándose por el napalm, (“la niña del napalm”) constituye hasta hoy
uno de los mayores símbolos de los crímenes norteamericanos en Viet Nam. (De
modo similar a lo ocurrido con nuestra Carmen Gloria Quintana, quemada por
nuestro glorioso ejército, Kim se salvó, permaneció hospitalizada 14 meses y
sufrió innumerables operaciones de injertos de piel).
En
el intertanto, hechos como el ocurrido el 16 de marzo de 1968 marcaron la
pauta. En esa oportunidad, el segundo teniente William Laws Calley y su
sección, en la aldea de My lai, violaron a las mujeres y las niñas, mataron el
ganado, incendiaron completamente la aldea, luego reunieron a los
supervivientes en una acequia y procedieron a asesinarlos, matando a unas 500
personas, la inmensa mayoría ancianos, mujeres y niños, pues los hombres
estaban fuera combatiendo. (En Estados Unidos, Calley fue más tarde juzgado,
“condenado”, permaneciendo tres años bajo arresto domiciliario y luego fue
indultado por Nixon).
Además
del napalm, los norteamericanos usaron en Viet Nam el “agente naranja”, un
poderoso herbicida, que además de destruir la flora y la fauna de miles de
hectáreas, causó deformaciones y cáncer en miles de personas.
En
Viet Nam los norteamericanos lanzaron unos 6 millones de toneladas de bombas. Si,
6 “millones” de toneladas de bombas, y 75 millones de litros de agente naranja.
Como
es sabido, el pueblo vietnamita triunfó sobre los invasores norteamericanos y
los hizo huir de la manera más vergonzosa de su historia, en abril de 1975.
Pero la
historia de crímenes continúa y es larguísima. Luego de Viet Nam vino el Líbano
(1983), Libia (1986), Panamá (1989), la Guerra del Golfo (1991), Somalía (1993 –
1994), Haití (1994), … Sudán,
Afganistán, Yugoslavia, Filipinas, y nuevamente Afganistán, y nuevamente
Somalía, y nuevamente Libia…Irak…, hasta el día de hoy.
Y
si de crímenes y violaciones a los derechos humanos se trata, no podemos pasar
por alto el campo de concentración de Guantánamo, -ubicado en territorio cubano
ocupado por los norteamericanos desde 1903-, como resquicio para evitar aplicar
las leyes norteamericanas y poder mandar allí a cientos de personas con el
único objetivo de obtener información de ellos, a menudo con métodos de
tortura, y al margen de responsabilidad alguna en hechos delictivos, como lo
revelaron en su oportunidad 759 informes secretos que fueron revelados. Hace un
par de meses, en mayo, Joe Biden anunció que liberaría a tres presos de
Guantánamo, entre ellos al paquistaní Saifullah Paracha, de 73 años, y que ha
pasado 16 en campos de concentración norteamericano, sin juicio alguno.
Por
último, no podemos dejar de recordar lo que podría ser una verdadera ironía, si
no fuera una realidad dramática. Hace una semanas Joe Biden anunció nuevas
sanciones contra Cuba, aun cuando la promesa de campaña había sido la
contraria, esto es, flexibilizar las relaciones con la isla, por “violaciones a
los derechos humanos”.
Hoy,
sin duda, el gran violador de los derechos humanos en el mundo, incluyendo a su
propio territorio, es Estados Unidos.
Fernando García Díaz
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