Cada cierto tiempo y por diferentes
razones, se abre el debate sobre la eventual legalización del consumo de
marihuana, especialmente aquel que sólo tiene una finalidad recreativa. Y cada
vez son más quienes se pronuncian contra el modelo prohibicionista que hoy la
enfrenta. En verdad todo hace pensar que, más temprano que tarde, y como ha ido
ocurriendo ya en otros países, su consumo se liberalice, o al menos cambie
sustancialmente el modelo actual. Pero antes que ello ocurra, podremos seguir
pagando un precio altísimo por mantener la prohibición.
El modelo prohibicionista se sostiene,
en el discurso, sobre la base de la defensa de la salud de la población. Pero
basta pensar en el tratamiento legal que se le da al alcohol o el tabaco, cuyo
consumo es, de todas maneras más pernicioso que el de la marihuana, para
comprender rápidamente que la protección de la salud no es suficiente para
entender la saña con que se persigue esta sustancia. En verdad ni siquiera es
fácil entender esta situación, pues se conjugaron para ello consideraciones
racistas, moralizantes, políticas y por cierto económicas.
De partida, recordemos que lo que está
en discusión es el uso del recurso penal para impedir el consumo de una
sustancia, y que dicho recurso, lejos de ser una herramienta común de salud
pública, es (o debiera ser) el último instrumento al que debe acudir el estado
para afectar los derechos de las personas (principio de necesidad y mínima
intervención, también llamado de “ultima ratio”).
Pero aún más, tratándose de un tema de
política criminal (o criminológica como habría dicho el profesor Quiroz
Cuaron), en donde parecen colisionar derechos individuales y sociales, las
verdaderas cuestiones a discutir son claramente otras:
a) ¿Tiene el
estado derecho a impedir, a una persona adulta, y desde el punto de vista
jurídico plenamente capaz, el consumo voluntario de una sustancia, sobre la
base del daño a la salud que ella puede ocasionarle?
b) ¿La política
que bajo la amenaza de la sanción penal busca impedir dicho consumo, genera efectivamente
más beneficios que su despenalización?
Y en aquellos países, como el nuestro y
muchos más, en donde la prohibición penal de la marihuana se ha sustentado en
principios de dudosa legitimidad, es necesario también formularse una tercera
pregunta:
a) ¿Son legítimos
los mecanismos penales que actualmente se utilizan en la persecución de
consumidores y proveedores de marihuana?
Respecto de esta última, nos hemos
pronunciado latamente en este mismo blog “Marihuana: Derecho Penal del Enemigo”,
haciendo presente, que en nuestra opinión, el modelo prohibicionista aplicado
viola de manera flagrante principios como el de lesividad, culpabilidad,
proporcionalidad de las penas y otros, y remitimos a los lectores de este
artículo al ya mencionado.
https://fernandogarciadiaz2015.blogspot.com/2015/10/marihuana-derecho-penal-del-enemigo.html
La primera es una cuestión jurídico política, ¿hasta dónde alcanza la potestad punitiva del Estado en una sociedad democrática?, y sus consideraciones principales son de naturaleza filosófico jurídicas. La segunda en cambio, ¿la política prohibicionista aplicada genera efectivamente más beneficios que su despenalización?
Por cierto podemos discutir latamente
sobre estos temas, pero al menos parece necesario tener presente lo siguiente.
1. Por un lado,
el derecho a la libertad personal y el respeto y protección a la vida privada,
se encuentran garantizados debidamente en nuestra Constitución. Por otro, el
derecho a la salud, en la perspectiva de su protección penal, se ha entendido
siempre frente a atentados de terceros, (vg. homicidios y lesiones) no propios
(no se sancionan ni las autolesiones ni el suicidio). De este modo, y desde una
primera lectura, centrada en los derechos de las personas, no queda claro que
el Estado democrático tenga facultades para intervenir penalmente limitando la
libertad personal y la vida privada, al impedir conductas que, en el peor de
los casos, pudieran estimarse autoatentados.
2. Las políticas
públicas, de cualquier tipo que sean, debieran sustentarse como mínimo sobre la
base de la racionalidad y la universalidad de las normas (donde existe la misma
razón, debe existir la misma disposición, dice el principio jurídico). De lo
contrario, más que normas legales preocupadas de defender un bien jurídico
determinado, son meras discriminaciones irracionales o con ocultos propósitos.
Y en el caso que analizamos no encontramos racionalidad ni coherencia ¿O es que
quienes son partidarios de la prohibición de la marihuana, también piden la
prohibición del alcohol y del tabaco? Después de todo, y de esto no hay duda,
por un lado cada una de esas sustancias posee una toxicidad mayor que la
marihuana y por otro, en Chile al menos, el consumo de cada una de ellas es un
problema de salud pública muchísimo más grave que el del consumo de marihuana.
Y si de impedir el consumo de sustancias por el daño que hacen se trata,
¿debiéramos sancionar penalmente a quien ofrece dulces o pasteles a un adulto
diabético, sabiendo que lo es? ¿o a quien siendo hipertenso mantiene un
significativo aprovisionamiento de charqui para los próximos meses?
3. Por otro lado,
de manera análoga a lo planteado por quienes insisten en que quienes nos
manifestamos en contra de la prohibición desconocemos el daño que el consumo de
marihuana provoca en las personas, podemos señalar que quienes son partidarios
de mantener la prohibición, desconocen el tremendo daño que produce la
penalización de su distribución. Este daño presenta múltiples alcances, entre
los cuales es posible destacar:
a.
A
la vida y la seguridad de los habitantes, al aumentar la violencia, como
consecuencia de los ajustes de cuentas, los enfrentamientos entre
narcotraficantes, o de estos con la policía, al generar degradación urbana
y pérdida de espacios públicos, al hacer colapsar el sistema penal, y al
generar mayor control y represión sobre poblaciones vulnerables.
b.
A
la salud, al potenciar la venta de sustancias adulteradas, (incluso con
solventes en algunos casos), con dosis de THC desconocidas y variables, o al
dificultar que se recurra oportunamente al terapeuta, como consecuencia de la
estigmatización que significa reconocerse “drogadicto”.
c.
Al
erario nacional, que debe destinar cientos de millones de dólares, en policías,
fiscales, defensores, armas, vehículos, tribunales, gendarmes, cárceles,
comida, alojamiento, etc., para mantener un modelo penal cuya ineficiencia hoy
muy pocos discuten.
d.
Al
ámbito político y público, al aumentar la corrupción, la deslegitimación
institucional y la violación de los derechos humanos.
4. Por último,
recordemos que el modelo prohibicionista no ha tenido éxito en ningún país del
mundo y por el contrario, su fracaso estrepitoso se escucha en todo el planeta
cada vez con más fuerza.
Como escribimos hace ya casi veinte
años, “…legalizar la droga puede ser una alternativa real para enfrentar los
problemas que la prohibición genera…” y en definitiva, establecer sistemas
efectivos, humanitarios y de salud pública, para la regulación de las
sustancias psicoactivas.
Santiago, diciembre de 2018
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