En uno de los fines de
semana más marcado por la violencia homicida, el asesinato de 4 menores de edad
en la comuna de Qulicura, causó gran conmoción en la ciudadanía. La noche del
sábado 13 al domingo 14, durante la celebración de un cumpleaños familiar, un
grupo de menores salió a continuar la fiesta a una plaza cercana y mientras
hacían una fogata para calentarse pues la noche estaba muy fría, desde un
vehículo que momentos después apareció incendiado en las inmediaciones, se bajó
un número indeterminado de personas, que disparó indiscriminadamente contra el
grupo.
Los medios de
comunicación no escatimaron esfuerzos por informar y opinar sobre la noticia.
El Mercurio, junto con destacar la noticia en primera página, y luego en su
cuerpo nacional, aprovechó la oportunidad -¡como no!- para atacar al gobierno.
Las muertes de
menores, ya sea por “balas locas”, enfrentamientos entre bandas, o asesinatos
directos, han aumentado sustancialmente en los últimos años. El 2022 tuvimos 54
casos de niños fallecidos por homicidios, el 2023 pasamos a 66. Probablemente
dos circunstancias expliquen, al menos en parte el fenómeno, la masiva
presencia de armas de fuego entre las bandas criminales, y la creciente
incorporación de menores a las actividades de estas.
El delito descrito posee
todas las características necesarias para ser especialmente censurable, uso de
armas de fuego de repetición o adaptadas para ello, planificación del atentado,
actuación cobarde y sobre seguro de los victimarios, masividad de las víctimas,
etc.
Pero sin duda lo que
provoca el mayor impacto emocional lo constituye la condición de menores de
edad de las víctimas. La calidad de “niños” de las víctimas desata, en la
inmensa mayoría de la población, sentimientos de afecto, ternura, preocupación.
Es verdad que no en todos y no siempre fue así. El capitalismo, especialmente
durante la revolución industrial, en fábricas y minas, explotó brutalmente el
trabajo infantil. La literatura ha dejado huellas imborrables de esa
explotación. Obras como “Oliver Twist”, o David Copperfield de Charles Dickens,
o “Germinal” de Émile Zola, dan cuenta de las miserables condiciones de vida,
de abuso y explotación de los niños. En nuestro país la explotación laboral en
las minas de carbón durante el siglo XIX quedó plasmada en obras como
“Sub-terra”, de Baldomero Lillo. Y dentro de ese texto, quien haya leído “La
compuerta número 12”, difícilmente podrá olvidar a Pablo, menor de unos 12
años, quien aterrado ante la perspectiva de trabajar en la oscuridad y
peligrosidad de la mina, se ve obligado, a hacerlo, por las condiciones de
miseria en que vive su familia, abriendo y cerrando una compuerta para permitir
la pasada de los carritos de carbón. (Y de paso, el enriquecimiento brutal de
los dueños de la mina).
En la actualidad, si
bien el trabajo infantil se encuentra reducido en gran parte del mundo, no ha
desaparecido. Y miles de niños viven en la miseria cada día, o mueren de hambre
o enfermedades curables por falta de medicamentos. Y más aún, otros tantos miles
mueren víctimas de las balas y las bombas que el genocidio sionista desata en
Gaza y el medio oriente.
La preocupación que
hoy siente la mayoría de la población hacia los menores se ha traducido también
en normas nacionales e internacionales que buscan su protección. Entre las
internacionales destacan, la Declaración de Ginebra, 1924, adoptada por la Liga
de las Naciones, que reconoce ya, hace 100 años, la necesidad de proteger los
derechos de los niños y la responsabilidad de los adultos en asegurar su
bienestar. Más tarde, y con mayor detalle lo hará la Declaración de los
derechos del Niño (1959) y 30 años después, la Convención sobre los Derechos
del Niño, ambas proclamadas por la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Esta última, el documento más completo sobre la materia, reconoce a los niños
como sujetos de derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales,
que los estados partes deben respetar y garantizar. Nuestro país firmó esta
convención el 26 de enero de 1990 y la ratificó el 13 de agosto del mismo año.
Como suscriptor de la
mencionada convención, nuestro país está obligado a reconocer como principios
guías del actuar gubernamental el “interés superior del niño”, la “no
discriminación”, el derecho a la “supervivencia y desarrollo”, así como a que
los niños expresen sus opiniones, y sean es cuchados en todos los asuntos que
les afectan.
De este modo, los
crímenes contra menores no sólo impactan en nuestros sentimientos personales de
piedad, ternura o afecto, sino que además importan un rotundo fracaso de un
estado que fue incapaz de garantizar el más elemental de los derechos, la vida.
Ocurrido el crimen, sólo le queda al Estado perseguir, ubicar a los culpables,
detenerlos y sancionarlos con las penas altas que el ordenamiento jurídico
permita.
Pero si estos crímenes
contra la vida resultan horrorosos, no debemos olvidar que hay otros, mucho más
frecuentes, que también lo son. Hay unos, cuyo impacto en la víctima, inmenso y
multifacético, puede desestructurar profundamente la personalidad de ella y
marcar su existencia durante toda su vida. Trastornos de Estrés Postraumático,
ansiedad y depresión, baja autoestima y autoimagen negativa, problemas de
confianza, de salud sexual y reproductiva,
trastornos psicosomáticos, sentimientos de miedo y vulnerabilidad,
rabia, frustración, aislamiento, soledad, son algunos de los posibles efectos
que la agresión puede provocar, dependiendo del tipo de ataque, de las
características de la víctima, la reiteración o no de los delitos, así como de
la forma en que el menor experimenta en su psiquismo esa vivencia.
La
situación es especialmente grave cuando el abuso sexual es prolongado,
sistemático, y se da en el contexto de una relación de sometimiento,
subordinación y permanente manipulación de la psiquis de la víctima, no sólo
desde el poder que otorga el ser adulto sobre un menor, si no a menudo también
una autoridad adicional sobre ella, que puede estar dada por la condición de
guía espiritual, familiar cercano, dependencia económica, etc.
Este tipo de delitos son tan graves, que nuestra legislación ha estimado necesario declararlos imprescriptibles, en consideración a que sus efectos pueden hacer que las víctimas se sientan con capacidad de denunciarlos recién décadas después de que ellos ocurrieron.
Delitos sexuales contra menores. ¿Delitos imprescriptibles? Si!!!
En el día de hoy hemos conocido la sentencia que el Poder Judicial de nuestro país, una de las instituciones más representativas del poder estatal, sujeto como el que más al cumplimiento de las obligaciones que emanan de la Convención de los Derechos del Niño, dictó en contra de Eduardo Macaya Zentilli, padre del senador y presidente de la UDI Javier Macaya, condenado por abuso sexuales reiterados contra dos menores, de los cuatro casos que originalmente se le imputaron. Fue condenado a seis años. El proceso se llevó adelante con prohibición de informar públicamente sobre aquello que permitiera individualizar a las víctimas, lo que se tradujo en que no tenemos un conocimiento detallado de los hechos. De todas maneras llama la atención la sanción efectiva, seis años. A esos seis, se le debe imputar el tiempo que estuvo sometido a medidas cautelares, un mes recluido en el hospital y el resto en su casa con arresto domiciliario. Esto es más de un año sin conocer una celda.
¡En menos
de dos años más puede estar en libertad! Saque Ud. las conclusiones.
Santiago 19 de
julio de 2024
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