Entre los múltiples
mitos que el capitalismo ha ido atribuyendo al Estado, está el de la supuesta
imparcialidad del Poder Judicial. Según la clásica teoría de separación de los
poderes, de la cual Montesquieu es uno de sus precursores, éstos debían ser
independientes entre sí, y además especializados. El Poder Judicial además
debía tomar sus decisiones atendiendo exclusivamente a criterios de
objetividad, sin influencias de sesgos, prejuicios o intereses extrajurídicos.
La alegoría de la
justicia, una dama con los ojos vendados que en una mano sostiene una balanza y
en la otra una espada destaca la supuesta imparcialidad. La venda impide ver a
quienes litigan –y por tanto inclinarse en favor de uno de ellos por razones ajenas
al juicio- y la balanza debe pesar, con absoluta objetividad, las diferentes
pruebas rendidas, a fin de que el fiel se incline hacia donde aquellas
efectivamente tenían mayor “peso”.
Es cierto que la
idea de una justicia imparcial es bastante más antigua que el capitalismo, pero
es sólo con éste que la función jurisdiccional se atribuye a un supuesto poder
autónomo, independiente e imparcial.
La verdad es que el “sistema jurídico” en su conjunto, esto es el
sistema normativo (leyes, reglamentos, decretos, etc.), el sistema judicial
(jueces, ministros, fiscales, abogados, etc.), y el sistema de cumplimientos de
sentencia (policías, gendarmes,…), como el sistema administrativo que acompaña
todo esto (notarios, conservadores, receptores,…) deben resultar funcionales al
sistema político capitalista, es decir, a quienes son dueños de la riqueza, a
los poderosos, más allá por supuesto de los casos individuales que simplemente
confirman la regla. (Y por cierto de que algunos de sus funcionarios se crean
verdaderamente el mito).
Como todos los mitos, el de la imparcialidad cumple funciones
importantes en la vida social. Él es parte sustancial de la cultura de clase,
del pensamiento hegemónico que desde todas las estructuras de poder se ha ido
imponiendo. Y no podía ser de otro modo. Su función principal es justificar,
otorgar consuelo, en definitiva calmar a los perdedores.
Esta realidad mitológica es aún más brutal en el ámbito de la justicia
penal. Y el pueblo lo ha sabido desde siempre. Unos versos
rescatados de un muro de la cárcel pública de Santiago a fines del siglo XIX, y
a los que ya hemos hecho referencia en otro artículo, describían, hace unos 130
años, con gran ingenuidad, pero sabiamente esa situación:
“En este lugar maldito,
donde reina la tristeza,
no se sanciona el delito,
se sanciona la pobreza.”
Pero el sistema insiste, “…nadie
ingresa al Poder Judicial marcado para favorecer a gente más rica…”,
dijo recientemente la vocera de la Corte Suprema, rechazando lo afirmado por la
Ministra Siches.
Ahora bien, cada vez más, todo el sistema, y en este caso sólo nos
referiremos a las resoluciones judiciales, debe tomar medidas para que su
“imparcialidad” no sea cuestionada, para que el mito siga explicando y
consolando. El discurso público exige que el mito siga manteniéndose, como
requisito indispensable del mantenimiento del sistema. Y ello exige al menos
guardar las apariencias. Esto es, la parcialidad que se ejerce no puede ser tan
brutal que hasta un niño sea capaz de descubrirla.
Pero frecuentemente la realidad es más poderosa, y ni siquiera las
apariencias pueden guardarse de manera medianamente digna.
En los últimos años nuestro sistema penal ha sido pródigo en colaborar
con la destrucción del mito. O lo que es lo mismo, algunas de sus resoluciones
han sido incapaces de pasar el rasero más básico en su sistema de
encubrimiento. Ahí están, como ejemplos dignos de una verdadera antología de la
corrupción jurídica, la absolución de Martín Larraín, hijo del senador Carlos
Larraín, presidente del P. Nacional, que manejando en estado de ebriedad atropelló
y dio muerte a Hernán Canales Canales y luego se fugó, o la condena a recibir
clases de ética a Carlos Délano y Carlos Lavin por los delitos tributarios
cometidos e investigados en el llamado caso Penta, el año 2018, mientras el año
anterior, el 2017, “…3 mil 92 personas inocentes
estuvieron privadas libertad para luego ser absueltas en Chile…” (Jorge Moraga
Torres, Defensor Regional de Aysén).
La porfiada realidad en estos días nos vuelve a tirar el mito por la
borda, y una vez más nos permite la comparación más cruel. Mientras cientos de
detenidos por el estallido social pasaron meses privados de libertad, para
luego ser absueltos por falta de pruebas, la ex alcaldesa UDI de Antofagasta,
Karen Rojo, condenada a cinco años y un día por delitos de fraude al fisco, ni
siquiera fue sometida a la medida cautelar de prohibición de salir del
país, y pudo fugarse tranquilamente por el aeropuerto de Pudahuel.
Por supuesto se buscará a los responsables.
¡Es parte de la mantención del mito!
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