La tarde del jueves 7 de enero
del presente año, aproximadamente a las 20,15 horas, en la comuna de Lo
Barnechea, al salir de un restaurant, y mientras sacaba el coche de su hija de
la maleta del auto, un hombre fue abordado por dos antisociales, que luego de
amenazarlo con un arma, le robaron el reloj.
Hasta ahí unos hechos que no
parecen tener gran relevancia. Se trataría de un asalto más de los muchos que
ocurren cada día. La noticia se divulgó ampliamente en la prensa escrita, pero
también en radio y televisión. Había dos elementos que le cambiaban el carácter
al hecho y lo transformaban en digno de ser expuesto y divulgado como una
noticia destacada. Uno, la víctima era hijo del Presidente de la Confederación
Nacional del Transporte de Carga, es decir, de un personaje en el mundo
empresarial, y dos, el reloj robado estaba avaluado en unos treinta millones de
pesos.
La noticia se publicó en los medios como un simple hecho curioso. Nadie pareció impresionarse
por nada. Y sin embargo no lo podemos dejar de recordar sin sentir asco,
vergüenza de una sociedad que permite situaciones como ésta.
El 7 de noviembre de 2020, es
decir hace casi de 4 meses, se publicó la ley 21.283, que estableció el Ingreso
Mínimo para trabajadores mayores de 18 años y menores de 65, en $326.500. Por
su parte el Ingreso Mínimo Mensual para
trabajadores menores de 18 años y mayores de 65 años se fijó en $243.561.
Un par de operaciones matemáticas muy simples nos indican que el reloj robado
tenía un valor equivalente a poco más de 91 Ingresos Mínimo para trabajadores
entre 18 y 65 años, y 123 Ingresos Mínimos para trabajadores menores de 18 años
y mayores de 65. O sea, un trabajador de los primeros debiera trabajar más de 7
años y medio para reunir el valor del reloj y un anciano de más de 65 años,
debiera hacerlo por más de 10 años.
La desigualdad social ha sido
una realidad en nuestra cultura occidental desde tiempos inmemoriales, y
durante siglos se presentó como un hecho natural, prácticamente propio de la
condición humana, y por ello, ni siquiera fue considerado un problema. En el
mejor de los casos, una alternativa para ejercer la “caridad cristiana” sin
cuestionarse mucho sobre las causas de esa desigualdad, y menos plantearse la
posibilidad de disminuirla. Prácticamente
recién con las revoluciones del año 1848 en Europa la “cuestión social” se
transforma en un tema político digno de ser tomado en cuenta; la Comuna de
París, en 1872 y el desarrollo de las ideas socialistas, empiezan a motivar la
preocupación de los sectores dominantes de la sociedad por el tema, más
preocupados en verdad por el temor a perder sus privilegios que por mejorar las
condiciones de vida de la inmensa mayoría de las personas.
En nuestro país los ideales de
justicia social parecen emerger con la Sociedad de la Igualdad, y luego las
luchas de los obreros agrupados en las mancomunales, federaciones y sindicatos
las van poniendo en el espacio social, y partidos como el Radical y Democrático
en el siglo XIX, y más tarde Comunista a comienzos del XX, las empiezan a
difundir como ideales políticos.
Chile es hoy uno de los países
más desiguales del mundo. Mientras una pequeña minoría goza de los mismos
privilegios que pueden tener hoy un millonario de un país desarrollado, la
inmensa mayoría de las personas viven con una calidad de vida inaceptable, hacinados
en habitaciones de 30 0 40 metros, con sueldos que no les permiten llegar a fin
de mes, endeudados con el sistema financiero o peor aún, con prestamistas
privados, sin acceso a una salud medianamente digna, sin derecho a la vivienda,
con pensiones (o la amenaza de pensiones) miserables. Y la pobreza económica en
que viven millones en nuestro país, no es resultado ni de la pobreza del país,
ni de la flojera de sus trabajadores, es lisa y llanamente resultado de un
modelo económico impuesto a sangre y fuego, mediante el cual, por un lado la
mayoría trabajadora perdió los derechos sociales que con luchas y esfuerzos de
casi un siglo –y miles de muertos de por medio- se habían ido configurando y
por otra, la minoría dueña de los grandes capitales se apoderó de la riqueza
que el país producía, concentrándolas en una medida que jamás habíamos
conocido.
Es precisamente esta profunda
desigualdad, acompañada del abuso de las élites económicas y la corrupción de
gran parte de la llamada “clase política”, lo que provoca el estallido social
del 18 de octubre de 2019. Una movilización social creciente, sobre temas como
educación, pensiones, igualdad de género, descentralización territorial, iban
dando cuentas de una serie de demandas sociales que un gobierno inepto, pero
por sobre todo, parte de la élite económica que explotaba a la gran mayoría de
los trabajadores, fue incapaz de entender. La total ausencia de respuestas políticas
a las demandas sociales, y más aún, con una serie de frases provocadoras que
reflejaban el absoluto desconocimiento de la realidad que vivían millones de
chilenos, subieron los niveles colectivos de frustración, e hicieron que de
pronto éstos explotaran con unos grados de violencia para muchos inexplicables,
y tan claramente amenazantes de la estabilidad política, que llevaron a que
aquella derecha que se había negado sistemáticamente a realizar cambios
profundos, aceptara ir a un plebiscito para cambiar la Constitución de la
dictadura.
Un año más tarde, esa misma derecha
entendió tan poco de lo que estaba pasando que creyó poder paralizar las
demandas sociales mediante una burda propaganda basada en el miedo, que llamaba
a votar Rechazo. El resultado fue contundente. Casi el 80% de la ciudadanía
manifestaba su esperanza de tener una nueva carta fundamental que permitiera
acoger sus justas aspiraciones.
Hoy, transcurridos más de 14
meses desde el estallido social, nada se ha avanzado en disminuir la
desigualdad. Por el contrario, con la pandemia de por medio, la desigualdad ha
aumentado, y si bien la enfermedad ha logrado mantener bajo cierto control las
manifestaciones populares, lo ocurrido en Panguipulli, a raíz del asesinato por
Carabineros de un joven malabarista, y el atentado incendiario contra la
estatua de Baquedano, dan cuenta que la rabia se mantiene, y puede explotar en
cualquier momento.
A fines de la década de los
años 30, en la Universidad de Yale, un grupo de psicólogos liderados por J.
Dollard expusieron la teoría que la agresión, entendida como el acto dirigido a
dañar a otro, otros, algo o aún a sí mismo, es consecuencia directa de la frustración
de los esfuerzos de una persona para alcanzar determinados objetivos. Muchas
teorías han surgido con posterioridad para explicar la violencia, desde la
sociología, la psicología o la antropología, y por cierto los planteamientos
originales de la teoría mencionada han sufrido significativas modificaciones. Pero si recordamos
la frase “No son 30 pesos, son 30 años”, que escuchamos y vimos con frecuencia
en las masivas manifestaciones contra este modelo neoliberal, sin duda que hay una
profunda frustración acumulada. Y es que, “En una sociedad injusta, la
violencia es inevitable”, como decía hace algunos días Álvaro Ramis, Rector de
la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, y la nuestra es profundamente
injusta.
Este gobierno por su parte, y
gran parte de la derecha que lo sostiene, sigue sin entender nada. Los sucesivos
intentos por criminalizar el movimiento popular, aquí, como en el mundo
mapuche, sólo aseguran que la presión siga subiendo y que cada vez sea más
fácil que estalle.
¿TU “CONDENAS LA VIOLENCIA VENGA DE DONDE VENGA”? YO NO, PORQUE LO ESTIMO INMORAL
Santiago 7 de marzo de
2021
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