Hemos defendido la imprescriptibilidad de estos
delitos, a partir de su impacto en la víctima. A nuestro entender, los argumentos
presentados son suficientes para fundamentarla. Sin embargo, especialmente desde
hace algunas semanas, un nuevo argumento ha venido a esgrimirse contra dicha
posición, la supuesta inconstitucionalidad de esta medida.
Este
argumento se presenta fundado en el principio de igualdad ante la ley. Se da a
entender, tácitamente, que el sistema penal mantendría una cierta igualdad, en
cuanto a su rigor, que se vería alterada por esta “desproporcionada mayor
severidad que representa la imprescriptibilidad”. Esa desproporcionada
severidad atentaría contra el principio de igualdad, al presentarse sólo para ciertos
delitos, y no hacerlo con otros de igual o superior gravedad.
Lo
primero, es señalar que creemos que efectivamente la constitución establece
normas que abogan por respetar la igualdad ante la ley, y que son aplicables en
este ámbito. Así, de partida el artículo primero de la Constitución, al
establecer que “Las personas nacen libres e iguale en dignidad y derechos”, está
consagrando como idea central que ningún ser humano vale más, ni menos que
otro. Por su parte, el artículo diecinueve número dos, al consagrar la idea que
en nuestro país no hay personas ni grupos privilegiados, está sancionando a la
vez que nuestro marco constitucional prohíbe el establecimiento de estatutos
legales discriminatorios, con derechos y obligaciones diferentes, dependiendo
de criterios arbitrarios. También constituye un elemento que refuerza estos
planteamientos la disposición constitucional establecida en el artículo diecinueve
número tres, que establece la igual protección de la ley en el ejercicio de sus
derechos.
Aclarado
lo anterior, lo segundo es alegrarnos, profundamente que este tema del desigual
trato al interior del sistema penal sea abordado. Ya era tiempo de hacerlo. (Y en
este sentido, valoramos lo que está haciendo el Tribunal Constitucional, que
recientemente se ha pronunciado acogiendo un requerimiento de inaplicabilidad,
referido a la ley 18.216, por estimar que una de sus disposiciones es contraria
al principio de igualdad.
Y
lo tercero, antes de entrar específicamente en materia, es decir que, si hemos
de analizar el tema de la desigualdad ante la ley en el sistema penal, debemos
hacerlo en serio. Y si es así, lo primero es reconocer que tal igualdad no
existe, y por el contrario, que nuestro sistema penal, lejos de ser
igualitario, coherente y en definitiva sujeto a cierta proporcionalidad en
función de la dañosidad social del delito, es un cúmulo de incoherencias y
desproporcionalidad, que sanciona con severidad a unos, los pobres, y no
sanciona o los hace con un mínimo de rigurosidad a otros, sin que exista más lógica
en ello que la capacidad de presión manifestada por los intereses de los
distintos involucrados en el juego político. Y este reconocimiento es especialmente
importante, pues el argumento de la inconstitucionalidad, sostenido por parte importante
de la doctrina, también ha sido levantado desde la cabeza del Poder Judicial,
principal institución responsable de la operación del sistema, que nada ha
dicho sobre otras situaciones verdaderamente atentatorias contra la igualdad
ante la ley.
Recordemos
sólo algunas desigualdades del sistema, entre las muchas que hay.
Nuestro
sistema penal, desde sus orígenes, consideró que la pena debe aplicarse de
manera proporcional, dependiendo del grado de desarrollo del delito. Esto es
que, si el delito se encuentra consumado, merece la pena asignada en el tipo
penal, pero si está en estado de frustrado, merece un grado menos y si los es
en etapa de tentativa, dos grado menos que el delito consumado. (Y por cierto
el tema no es menor, en teoría podría significar la reducción de una pena desde
el presidio perpetuo calificado -40 años mínimo de reclusión efectiva- a 15
años, con posibilidad de optar a beneficios aún antes. Pues bien, esta norma de
proporcionalidad de la pena, del todo lógica dentro del sistema, desaparece
cuando se trata de ciertos delitos contra la propiedad, pues, como dice el
artículo 450 del C.P., “Los delitos a que se refiere al Párrafo 2 y el artículo
440 del Párrafo 3 de este Título se castigarán como consumados desde que se encuentren
en grado de tentativa”.
Nótese
que aquí hay una doble situación de desigualdad. Por un lado en relación con
otras personas que habiendo cometido delitos de similar envergadura, en
términos de su valoración penal, no reciben la sanción adicional que impone el
artículo 450 que hemos descrito, y por otro, respecto de quienes cometen
delitos de aquellos contemplados en esta disposición, y que se encuentran en
una etapa de desarrollo previa a la consumación, y sin embargo reciben el total
de la sanción.
El
segundo ejemplo que queremos recordar se refiere a la ley de drogas. Aquí en
verdad la situación es de tal naturaleza aberrante, que podría resultar
irrisoria, si no fuera dramática para miles de personas afectadas por ella. Se
trata de un cuerpo legal que cuestiona no uno, sino varios principios básicos
del derecho penal, entre otros, el de legalidad, con leyes penales en blanco
sin justificación alguna, el de tipicidad, con descripciones abiertas, el de
proporcionalidad de la penas, definiendo a la marihuana como droga capaz de
provocar graves efectos tóxicos o daños considerables a la salud, al mismo nivel
de la heroína y la cocaína, sancionando los actos como consumados desde que hay
principio de ejecución, penalizando a cómplices como autores, creando figuras
penales donde con suerte hay conductas preparatorias, etc. etc. etc.
De
modo similar, el establecimiento de ciertas circunstancias agravantes sólo para
determinados tipos de delito o la eliminación de circunstancias atenuantes en
otros y limitados casos, puede constituir, y de hecho lo hace, claras
manifestaciones de desigual trato ante la ley, que en nuestro ordenamiento se
dan especialmente para proteger la propiedad privada y la moral conservadora.
El
reflejo de que son los intereses en juego los que determinan en gran parte la
estructura de nuestro ordenamiento penal, queda aún más de manifiesto, en el
simple hecho que en los últimos años (2012) nuestros parlamentarios se han dado
el trabajo de crear delitos especiales, y con mayores penas, básicamente para
proteger la propiedad privada, bancaria por ejemplo, con el artículo 443 bis del C.P., que sanciona el robo con fuerza en cajeros
automáticos, o de los agricultores, con el artículo 448 bis que sanciona el
abigeato, que ya tenía suficiente
protección con la figura genérica del robo con fuerza, y no han hecho nada útil
para proteger de la destrucción y el robo, el patrimonio cultural de nuestro
país, que sigue perdiéndose día a día.
Aclarado
entonces que el tratamiento con que nuestra legislación aborda ciertas
situaciones penales carece de la coherencia que el principio de igualdad ante
la ley debiera darle, volvamos al tema de los delitos sexuales y su supuesta
inconstitucionalidad.
De
partida, reiteremos que felicitamos a quienes buscan discutir la necesidad de
aplicar al menos la ley penal con criterios igualitarios, y en especial si son
miembros del Poder Judicial. Pero seamos sinceros, nos merece serias dudas la
legitimidad de esta preocupación. Y no porque el tema no la merezca, sino
porque sólo se ha referido a los delitos sexuales y éstos, como desde el propio
Poder Judicial se ha señalado, generan un riesgo de desprestigio de dicho poder,
en la medida que pruebas insuficientes -lo que es posible por el paso del
tiempo que la imprescriptibilidad podría generar- no permitan condenar una
situación que la opinión pública sanciona mayoritariamente. Aclaremos que la
preocupación tiene lógica, pero no ética. El eventual desprestigio no puede
esgrimirse para fundamentar una ausencia de justicia, que es lo que está
ocurriendo con la prescripción. Por otro lado, la experiencia en materia de delitos
de lesa humanidad cometidos durante la dictadura, da prueba suficiente que es
posible hacer investigaciones, décadas después de cometido el crimen, con
adecuados niveles de garantía. Razonablemente también podemos pensar, que así
como recientemente surgieron las pruebas de ADN como sólidos argumentos
judiciales, los avances científicos debieran ir otorgando cada día mejores
instrumentos probatorios.
Ahora
bien, más allá de la falta de igualdad del sistema penal, o de las razones que pueden
motivar el esgrimir el argumento de la inconstitucionalidad, es necesario
hacerse cargo de lo que él significa.
Como
se ha dicho, este argumento se ha sustentado sobre la base de la existencia de
otros delitos, iguales o más graves aún, en opinión de muchos, y cuya acción
penal es prescriptible, (y de hecho nadie se plantea siquiera su
imprescriptibilidad), como en el homicidio, el parricidio, las lesiones graves
gravísimas, y otras conductas delictivas.
Digamos
de partida que efectivamente el declarar la imprescriptibilidad en algunos
casos y en otros no, podría significar una discriminación arbitraria, contraria
al principio de igualdad ante la ley. Pero ello requiere un análisis de la
situación concreta, y no se puede emitir un juicio genérico, de modo de estimar
que toda imprescriptibilidad constituye por si una desigualdad ilegal.
Como
sabemos, las penas son desiguales para diferentes delitos y nadie propone
igualarlas, ni estimar que ello constituye en sí un atentado en contra del
principio de igualdad, porque se entiende que, bienes jurídicos distintos,
diferentes modalidades de comisión, diversos grados de desarrollo del delito,
distintos tipos de participación etc., justifican plenamente una diversidad de
penas. Algo similar ocurre con la prescripción, que en algunos casos opera a
los pocos meses, y en otros varios años después, variando según la magnitud de
la pena, o ciertas circunstancias especiales. Es decir, en términos generales,
nadie duda que cuando la situación es diferente, procede que se le aborde con
diferentes criterios. Lo efectivamente
desigual sería tratar de la misma manera situaciones claramente desiguales.
Y
precisamente éste es el punto. La imprescriptibilidad que planteamos se
sustenta precisamente en la muy diferente situación que plantean los delitos
sexuales contra menores, respecto de todos los otros que claramente pueden
declarar prescrita la acción. Y nos estamos refiriendo precisamente a la
gravedad del delito, pero esta vez, desde la naturaleza exclusiva que en este
caso presenta, tanto a nivel de la víctima como de la sociedad toda. En este
sentido, lejos de compartir esa realidad con otros, se trata de una situación
prácticamente única.
En
efecto, tal como lo hemos señalado, las agresiones sexuales contra menores, por
regla absolutamente general -lo que claramente quiere decir que puede haber
excepciones, (que en todo caso no conocemos)- son capaces de producir un efecto
múltiple, desbastador para la víctima, con capacidad de manifestarse de manera
absolutamente imprevisible en su desarrollo vital, incluso décadas después de
ocurridos los hechos y a la vez destructor por la sociedad en que se da a
conocer.
Recordemos
en primer lugar que estas agresiones producen un daño a nivel neurológico
permanente, y aún poco estudiado. Pero sin duda lo más relevante hasta aquí
parece ser el impacto psicológico. La experiencia traumática queda impresa como
pensamiento, sentimiento y vivencia que afectan todo el ser de quien la
experimenta. La sensación de amargura, de asco,
la auto recriminación, la imperiosa necesidad de mantener ocultos los hechos,
la obligación de silencio auto impuesta, son vivencias que adquieren una
dimensión única con este tipo de delito. No hay otra realidad delictiva
que impacte como la agresión sexual a un menor. Se trata de hechos de tal
envergadura psíquica que pueden marcar toda la estructura de la personalidad. Una
víctima lo expresaba de manera muy descriptiva, “la violación me definió”.
Como
lo hemos señalado, debemos entender, a los menores víctimas del abuso sexual,
como verdaderos sobrevivientes a un trauma, y el silencio, como parte de la
estructura mental generada por dicho trauma.
Por otro lado, la denuncia que se le pide, y que permite suspender la
prescripción de la acción penal, significa, desde el sujeto, dos actos
relevantes, y ambos perturbadores. El recuerdo de él o los episodios
traumáticos, es decir, en algún sentido, “revivir” las emociones
y sensaciones experimentadas durante el episodio traumático, o sea volver a
vivirlas mentalmente. Y narrar esa vivencia, en un proceso judicial frío e
impersonal, ante terceros total y absolutamente ajenos a la vida de la víctima,
(victimización secundaria).
Y por si todo esto fuera poco, y más allá del hecho que como sociedad
hemos avanzado en la comprensión de fenómeno, seguimos aún con altos niveles de
victimización, es decir, la morbosa curiosidad que puede despertar el hecho
ante terceros, el estigma de “violado” o “violada”, -y ni qué decir de quienes
opinan que la víctima “se lo buscó”-, o
la simple actitud de lástima con que puede ser tratada, constituyen elementos
adicionales y adversos que no sólo no ayudan a facilitar la vida del
denunciante, sino que en cuanto se configuran previamente en la psiquis de la
víctima como posibilidades reales, atentan contra la decisión misma de efectuar
la denuncia.
Ahora bien, precisamente esta realidad única, inexistente en los otros delitos, que presentan los delitos
sexuales contra menores, es el principal fenómeno que posterga la denuncia y el
que fundamenta la imprescriptibilidad. No cabe duda que la víctima de un homicidio
frustrado, de un secuestro, de un delito de lesiones graves, puede experimentar
un severo estrés post traumático, pero por muy severo que sea, dicho estrés no es
capaz de provocar un rechazo a efectuar la denuncia de dicho delito, y menos,
por años o décadas, como ocurre con la agresión sexual a menores.
De
este modo, como lo hemos señalado también, la falta de denuncia oportuna no es imputable
a la víctima, sino por el contrario, es resultado de un sistema social y
jurídico que no sólo no fue capaz de proteger al menor antes de la agresión, de
otorgarle contención emocional y tratamiento después, sino que incluso
profundiza el daño ya causado, en términos tales como no ocurre con ningún otro
tipo de delitos. Impedirle la justicia penal, que muchas veces es además un
camino de sanación, porque sólo tardíamente se atreve a denunciar un hecho que
le arruinó gran parte de su vida, y del cual carece absolutamente de
responsabilidad, no sólo es injusto, sino que constituye un castigo adicional a
la víctima.
Por ello, no hay tal atentado
contra el principio de igualdad, simplemente estamos tratando de modo desigual
situaciones desiguales. La solución que proponemos, la imprescriptibilidad,
lejos de ser inconstitucional por atentar contra la igualdad, se fundamenta en
una desigualdad real, constituye precisamente un principio de solución
para los resultados que esa desigualdad provoca, y en definitiva, es una respuesta que ayuda a que efectivamente nuestro sistema penal funcione con un poco más de esa igualdad que le es tan esquiva.
Santiago mayo de 2018
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